miércoles, 14 de marzo de 2012

Pero cuántas veces el insomnio es un don. De repente despertar en medio de la noche y tener esa cosa rara: soledad. Casi ningún ruido.
Clarice Lispector

Efraín duerme en su cuna desde hace algunas semanas. Por ello despierto en la noche y, sigiloso, voy a verificar que esté bien tapado, que nada lo moleste. A veces, sin embargo, no concilio el sueño de inmediato y me quedo inmóvil en la cama: sin prender el celular o intentar leer un libro gracias a la iluminación que llega de la calle o... Es decir, me pongo a pensar en historias o recuerdo algunos días o pienso en mis padres y así pasan los minutos sin que me decida a levantarme a escribir o a leer o a trabajar o a hacer un poco de quehacer para que al día siguiente la casa no amanezca en desorden.
Hoy, por ejemplo, el insomnio me hizo pensar en pasteles y recordé que en el 99 a Luisa no le gustaban los pasteles, los había borrado de sus menús y debido a ello, en su cumpleaños tuvimos que comprar otra cosa: ¿galletas, pizza, una milanesa?
De entonces a hoy cuánto hemos cambiado: en gustos, actitudes, proyectos. Ahora ya no hacemos radio, es más, casi hemos dejado de escucharla. Tampoco nos desvelamos juntos (soy de esos hombres ancianizados que a las 11 de la noche ya está roncando), y menos nos gastamos la vida de un jalón.
Ayer, por ejemplo, cenamos guayabas y manzanas en dulce, en silencio, mientras ella redactaba un artículo en la laptop y yo leía un libro chileno. Si estábamos callados no se debía a un enojo o a que no tuviéramos algo que decirnos (yo guardaba algunas de mis frases inexplicables y sentenciosas sobre ciertos autores y libros, seguro ella tenía sus propias reflexiones), sino porque hemos aprendido a estar así, sin la estridencia de la tele, sin las palabras que se usan sólo para evitar el silencio, sin esos recuentos tediosos que antes hacíamos de nuestros días.
Yo había lavado los trastes (lo que significa que había tenido mucho tiempo para pensar) y ella miraba Malcolm el de en medio mientras Efraín dormía. Entonces, en esos instantes, cada uno vivía en su mundo sin importarle el otro, disfrutando sólo de sus pensamientos. En algún instante volteé a verla y la miré sonreir, con esa mueca que le hace cerrar un poco sus ojos inmensos. Podría haberle preguntado por qué reía, pero para que interrumpirla con cuestionamientos inútiles. Sin embargo, pensé en una tarde afuera de Radio UNAM cuando nos sentamos a platicar sobre su familia (aún no éramos novios) y ella me contó cómo celebraban sus cumpleaños. Ella reía entonces con mayor estridencia, pero con la misma mueca.
Quizá por eso, durante mi breve insomnio recordé que a Luisa le encantaban los pasteles de queso con fresas (tal como el que me había comido al salir de cierto consultorio, tras una buena noticia) y me acordé también de cuando no le gustaban los pasteles y sus amigos buscábamos suplirlos con algo más (hoy, además, le ha vuelto a gustar que le regalen flores).
A lo mejor es que todo este tiempo no ha sido sino un intercambio de manías y defectos, de alegrias y aventuras.
O tal vez...

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