lunes, 26 de marzo de 2012

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La roca del desierto es una Diosa engreida. Desdeña a los granos de arena por su tamaño y no acierta a explicarse de dónde su afán por asemejarse a ella. Digna, se vanagloria de nunca sucumbir a los roces de la serpiente, de no caer en la tentación del cascabel que irrumpe la calma.
Siente, la piedra, que el sol existe sólo para calentarla; que las aves, los roedores, se paran junto a ella para admirarla; que las tormentas de arena la erosionan como un intento por adquirir parte de su divinidad; que los cactos son guerreros dispuestos a defenderla.
Tras cientos de jornadas sola, cuando un hombre pasa los labios por debajo de la humedad que la roca ha acumulado, ella siente que no sólo otorga vida, sino esperanzas. Y cuando es un animal quien la mueve de su reposo, lo que intenta es llevar la fe a otro sitio.
La piedra tiene por reino una vastedad que gira en torno a ella, sin pedirle que se mueva siquiera. Ella es Diosa y está ahí para ser adorada. No más.

Las rocas del bosque, sin embargo, son diosas más humildes. Escuchan a los grillos y en sus entrañas repiten en un eco sus enseñanzas; se dejan tocar por el rumor de los árboles en otoño, y cuando un hombre o animal las mueven, ellas aprenden de ese cambio que su entorno siempre se está transformando. Las rocas del bosque, más grandes que las del desierto, por cierto, llevan años ahí y han aprendido a convivir con los dioses ríos, con las dioses aves, con los otros dioses...

*Leo a Ted Hughes

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