jueves, 29 de marzo de 2012

Ayer me pidieron que redactara un texto para un homenaje. Tenían prisa y debía entregarlo un par de horas después. Dijeron que usara "mi imaginación" y que hiciera un texto "bonito". Para ayudarme, me enviaron la foto de un escrito en donde hablaban de la homenajeada: una secretaria de cierta asociación médica. Los escasos datos eran: su día de nacimiento; el nombre de sus padres, de sus hermanas, de su esposo e hijo. Además, en medio de una frase vaga, decían que había estudiado pedagogía, o eso pude entender.
El discurso debía durar dos minutos.
Hubiera querido tener una foto de la homenajeada, hablar de su mirada "profunda", de su cara "angelical", de su frente que delataba "inteligencia". Pero nada había que me ayudara a halagar a un fantasma.
"Cuando se le rinde un homenaje a una persona se habla de sus cualidades y de sus virtudes; se exalta su quehacer laboral o bien el efecto que tiene su presencia en otras personas. Entonces, las palabras y los adjetivos no salen de la mente, sino del corazón", comencé escribiendo más en tono de crítica que de discurso. ¿Cómo pedían a un desconocido que hablara bien de esa secretaria? ¿Si se habían tomado el tiempo para hacerle un homenaje, cómo no se tomaban diez minutos, veinte, para escribir algo que saliera de ellos?
El trabajo es trabajo, por eso continué con frases hechas, otorgando virtudes que no sabía si la homenajeada poseía... Hablé de las tardes que jugaba con sus hermanas, del empeño que había puesto por mostrarles que la enseñanza es un bien en la vida, que los juegos refuerzan los lazos familiares; dije que su esposo e hijo eran testigos de su empeño por formar una familia decente, del ánimo que ponía día a día y de las palabras de aliento que siempre tenía durante los momentos difíciles. Apunte, en el extremo de la mentira, que sus compañeros "apreciamos que nos regales un minuto y nos compartas palabras de afecto cuando más las necesitamos" y concluí con un exhorto a brindarle un aplauso que reflejara todo el cariño que le teníamos a ese fantasma al que acababa de darle forma.
Envié el texto y me dijeron que lo habían aprobado, pero durante toda la tarde no dejé de pensar en esa secretaria que oiría las palabras que su jefe había escrito sobre ella y donde expresaba a la perfección cuánto la conocía y la estimaba. Quizá porque nos gusta escuchar halagos es que pasamos por alto que muchos de ellos no encajan con nosotros. Tal vez porque nosotros mismos desconocemos cómo influimos en la vida de los otros. A lo mejor porque frente a nuestra eterna cotidianidad es que aceptamos esas palabras "dulces" que nos hacen sentir mejor, olvidarnos de las peleas en familia, de los momentos de tensión en el trabajo, de la monotonía que se trasluce en las miradas de nuestros compañeros de trabajo cuando nos saludan a lo lejos.
Yo era un farsante a quien no le había importado inventar palabras y cualidades con tal de cumplir un trabajo. Si en un futuro esa mujer recordaba su homenaje jamás se daría cuenta que esas palabras (vacías y falsas para mí) la habían hecho sentir mejor y saber cuánto les importaba a sus conocidos. Yo, sin embargo, iría pensando que muchas veces mentimos (nos mienten) cuando nos halagan; exageramos (exageran) virtudes y pasamos (pasan) por alto aquello que nos haría sentir mal. Hay quien dice que todo muerto fue una buena persona, pero creo que en ocasiones también los homenajes, las alabanzas son también dirigidas a buenas personas, pero no a personas reales.
Dicen que alabanza en boca propia es gatuperio, pero cómo adjetivar las falsas alabanzas.
Tal vez sólo el guiño, la sinceridad que acompaña ese hablar bien de alguien (de nosotros) sea lo que dignifique las frases bienintencionadas que siempre acompañan un halago.
Haríamos bien, pienso, en alabar sólo cuando sea preciso y merecido. De lo contrario, el silencio es lo mejor.