Regresábamos a casa de noche. Veníamos en el vocho y hacía unos minutos habíamos dejado a unos compañeros de un taller de narrativa que tomaba entonces. De esto hace seis o siete años. Había sido una semana difícil y, como siempre, venía quejándome de mi jefe, de sus injusticias y de lo poco que yo leía y escribía. Además, argumentaba, nadie se tomaba las cosas en serio.
-Mira, hace un momento les propuse a los muchachos que armáramos un libro de ensayos sobre los autores mexicanos que nos gustaran -le dije a mi esposa-. Y aunque de principio dijeron que sí, ya cuando les propuse una fecha para entregarlos dijeron que sería mejor pensarlo.
-¿Y de quién iban a escribir? -preguntó ella, como si no hubiera escuchado que todo se había cancelado.
-De Inés Arredondo, de Francisco Tario, de Ámparo Dávila, de Efrén Hernández...
-Yo creo que tú deberías apodarte el cocodrilo -me interrumpió mientras yo enlistaba-, pues siempre te la pasas lloriqueando.
-¿Y por qué se te ocurrió ahorita? -le pregunté un poco molesto.
-Pues porque ese Efrén es al que llaman el cocodrilo, ¿no?
No me había gustado que me dijera llorón y mucho menos que me buscara un apodo, así que sin fijarme en el tono, le contesté.
-Claro que no, a quien llaman El cocodrilo es a Efraín Huerta, no a Efrén Hernández. Efrén Hernández es al que su mamá le tejía corbatas color café...
-Bueno, pues sea quien sea de hoy en adelante te llamaré Cocodrilo... Coco... No, mejor cocodrilo.
Después de eso no recuerdo si nos quedamos callados hasta llegar a casa o si encendí un cigarro (¿fumaba Lucky Strike, Delicados?).
Días más tarde volví a las quejas: no había obtenido ninguna de las dos becas para las que había aplicado y me había enterado que para hacer la maestría en la Facultad de Filosofía y Letras necesitaba de un investigador que me avalara y "¿de dónde lo voy a sacar?", dije amargado al contarle a mi esposa.
Ella, cuyo humor negro, agrio y severo sabía cuándo aparecer, me hizo burla y con un estribillo molesto comenzó a corear: "Cocodrilo, cocodrilo".
Algunos meses después, fui a esperarla a que saliera de una conferencia de prensa. Acababa de enterarme que una de las compañeras del taller que cursaba tenía una cosa llamada blog. Ella me caía muy bien, pero era más chica que yo, escribía con mayor calidad y tenía claro de qué era su novela. Así que la envidia me orilló a comenzar un blog. Se lo comenté a mi esposa apenas la vi y con una sonrisa sarcástica me dijo de frente: "al menos por envidia te pondrás a escribir".
Los siguientes años casi fue una repetición de lo mismo: era un escritor que no escribía, envidiaba a quienes conseguían las becas, creía que lo que publicaba la gente de mi edad no valía la pena y todo esto lo aderezaba diciendo que mi trabajo era una forma de prostituirme para poder hacer lo que me gustaba. Curiosamente, como dice Javier Cercas, escribir era para mí sólo un ideal que dejaba para cuando tuviera tiempo, para cuando ganara la beca, para cuando publicara mi primer libro...
Pero, qué iba a publicar si me autoengañaba escribiendo un cuentito cada mes o mes y medio y después lo metía en un cajón sólo para rescatarlo cuando estaba deprimido por no escribir...
He dicho que cuando leí Mr. Vértigo, de Paul Auster, mi vida cambió. Lo mismo sucedió cuando leí El inquilino, de Cercas. Entonces, comencé a escribir y poco a poco tecleaba una página, a veces dos, cuando estaba muy animado, cuatro o cinco. Al siguiente día corregía y escribía nuevamente. Entonces había dado el primer paso sin darme cuenta.
Pero al mismo tiempo seguía soñando con la buhardilla, fumaba entonces sólo Delicados, tomaba whisky (en las rocas) y criticaba constantemente a los que publicaban en Tierra Adentro, a los pocos que habían llegado a una editorial comercial: "Seguramente", argumentaba siempre "han de conocer a alguien de ahí, sino cómo, si en México es tan difícil publicar".
No quiero extenderme mucho, sólo diré que años después aceptaron publicar mi novela. Para ello tuve que esperar más de un año y cruzar los dedos porque los planes editoriales no cambiaran. El día de la presentación lo disfruté mucho anímicamente, aunque a las pocas horas me estaban practicando la primera de las dos cirugías por las que pasaría aquella semana.
El libro tomó su curso y una de sus bendiciones fue que me invitaron a Monterrey a leer parte del libro y a hablar de literatura.
Ahí conocí a otros escritores de mi edad, otros más jóvenes. Cada uno era diferente, pero al platicar con ellos me di cuenta de cuánto nos parecíamos unos a otros: no en lo que escribimos, ni en lo que leemos, sino en ese ver la escritura (la vida, incluso) desde otro punto de vista.
Regresé a casa con muchas ideas (algunas las hablé con mi esposa) y conforme iba aterrizando lo que pensaba, me daba cuenta cómo había cambiado desde hacia dos años, quizá desde el momento cuando me enteré que publicarían mi novela.
Recuerdo una entrevista que le hicieron a la esposa de Roberto Bolaño. Decía que tras enterarse que Jorge Herralde, el editor de Anagrama, le publicaría todo cuanto escribiera, el ánimo creativo y el humor de Bolaño había cambiado: se había dedicado a escribir sin quejarse ya de la enfermedad ni del poco interés que causaba en Chile.
Algo así creo que me pasó: empecé a ver que la vida no era tan gris (eso lo sospechaba desde unos meses atrás) y comencé a darme cuenta que todo trabajo tiene una recompensa.
¿Qué había ganado criticando a quienes publicaban? ¿Qué al hacerlo de quienes escribían y contaban las palabras escritas? ¿Qué al amargarme por no tener una beca, por no ganar un premio? Nada, aunque esto me había ensuciado el espíritu y muchas veces me había hecho sentirme derrotado, un perdedor. Eso, aunado a problemas familiares, a pequeños problemas laborales que yo creía enormes, me tuvieron plantado y cercado por un mundo del que deseaba salir pero no hacía nada por conseguirlo.
Sin embargo, la publicación, el que hubiera terminado al fin uno de mis proyectos, el que pudiera pasar horas platicando con mi esposa en nuestro balcón, el dejar de pelear con mi jefe, el deshacerme de los lugares comunes (de las frases hechas), lograron que diera un paso afuera. Entonces me di cuenta que desde ese punto de vista las cosas lucían de otro modo. Así, ¿si eso había logrado con un sólo paso qué no conseguiría si diera uno más, dos más, tres más, si me pusiera a correr?
Entonces, en un proceso que me llevó meses, noches, tristezas y alegrías, fui haciendo que esa línea roja de mi carta astral se fuera convirtiendo en verde; fui dejando atrás aquel dibujo que creía era yo y empecé a bosquejar a un hombre más feliz o al menos ya no amargado.
Todo fue necesario: la meditación solitaria, las letras que acabaron en el bote de la basura, darme cuenta que en reallidad no me prostituyo para poder escribir, sino que me gusta mi trabajo, entender que aún deseo una beca o un premio pero no por eso he dejado de escribir...
Ha sido necesario conocer a otra gente, valorar a la pasada, regresar a leer por gusto, a escribir por gusto, a vivir por gusto para que todo suene mejor...
Por eso, he decidido dejar al cocodrilo, archivarlo como un bonito recuerdo, pero ir desprendiéndome por completo de eso que siento que ahora ya no soy. No digo que soy un hombre siempre feliz, ni que la vida sea maravillosa, lo que digo es que ahora he aprendido a disfrutar de las cosas, incluso de la nostalgia y la melancolía. Tal vez dentro de un día o un mes llegará alguna tristeza, pero quiero afrontarla desde otro lado, desde el enfoque de esta persona que cree haber aprendido una lección, aunque ya la vida dirá.
Hace tiempo dije que la literatura mexicana sería otra si hubiera más escritores enamorados. Ahora creo que la vida sería otra si hubiera más personas enamoradas. En gran parte todo esto: la reflexión, la alegría, la novela, se lo debo a Luisa. Ella será quien diga si soy congruente o no.
Por lo pronto, me gusta pensar que este hombre que canta y se ve feliz soy yo.
Hace 1 año
3 comentarios:
¿Recuerdas que te propuse algo? Olvídalo. Ya no lo veré como un mal karma, sino como una misión de vida, jajajajaja. Ahora vamos por Ricardo Castillo. Muaccc
YTAM
Me quedo con eso de que la literatura mexicana sería otra si hubiera más escritores enamorados. En realidad, comparto todo lo que dice este lindo texto.
Ojalá hubiera más gente que pensara igual.
Un abrazo y larga vida a este recuerdo del cocodrilo.
Olvidado. Empecemos con Ricardo y su enfermera.
Diana: Como dice Valdano, a veces el problema es de actitud. jeje. No sé, creo que a cada uno le llegan de repente estas ideas y estos retos. Veamos qué sale. Un gustazo que te hayas paseado por aquí. Abrazos (y ojalá mañana nos veamos).
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