martes, 20 de septiembre de 2011

Pensaba que los patriarcas eran hombres carismáticos, que se hacían de poder y después hacían uso de él para abusar de las personas. Los ligaba, además, con los dictadores latinoamericanos y con los hacendados de algunas novelas. Sin embargo, hace algunas semanas mi concepción cambió:
Fuimos al cumpleaños de mi tío y, de principio, todos se alegraron de vernos. Nos llevaron hasta la mesa y no pararon de ofrecernos más mole, tortillas calientes, un poco más de agua de horchata sino hasta que vieron que realmente no podíamos comer más. Luego, mis tíos (ella y él) empezaron a hablarnos de su participación en algunos cursillos católicos, de algunas dinámicas matrimoniales que pronto impartirían. Más tarde, cuando el sol empezaba a bajar, mi abuela nos llevó a recorrer aquella casona enorme llena de bodegas de zapatos, de talleres de zapatería y finalmente nos acompañó hasta el huerto. Ahí cortó una pera enorme y se la ofreció a mi esposa, luego pidió que arrancaran algunas granadas y también nos las ofreció. A Efraín le mostraron los conejos, las gallinas y mientras un hombre nos platicaba la historia de toda aquella familia, nosotros nos dejábamos consentir, sin importarnos que la tarde fuera cayendo y el frío nos hiciera temblar.
En un rincón, por llamar de alguna manera ese espacio al que nadie prestaba atención, estaba un hombre que hace años era prepotente y hablantín. Ahora no era sino una copia de El Padrino, en esa escena final de la película donde está solo, en medio de un patio, sin que nadie tenga misericordia de él.
Ya casi llegaba la noche cuando regresamos a la fiesta. Entonces, mi tío nos mostró unas manos que le mandaron a hacer como regalo de cumpleaños. Las puso mirando el cielo y dijo que servían para agradecer, luego las puso de forma horizontal y dijo que servían para dar y finalmente las puso mirándonos a nosotros y dijo que también servían para bendecir.
Nosotros no decíamos nada, pues estamos acostumbrados a estas pláticas, sin embargo, todo cambió cuando mi tío me pidió acompañarlo al patio.
Para entonces la familia entera: 40, 50 personas, estaban desperdigadas por la casa: algunas en las escaleras del patio, otras en la cocina, algunas más en la sala y unas pocas en el comedor. Todos, sin embargo, voltearon a mirarme cuando notaron que mi tío tenía en sus manos su cuaderno de notas. Él empezó a compartirme algunos secretos sobre la Cábala, sobre la masonería, sobre el cristianismo de los primeros tiempos y sobre otras disciplinas y esoterías. Yo, mientras tanto, observaba cómo algunas miradas de repente se posaban en mí, quizá preguntándose de qué privilegio gozaba para que mi tío sacara su libreta de apuntes y compartiera ese saber.
Recuerdo, pues las miradas me presionaban, que le hablé de Ibn Arabi y creo que de sufismo. Luego, cuando ya nadie soportó más, mi prima se acercó y me pidió algunos minutos para que pudieran partir el pastel.
Entonces, y sólo en ese momento, fue que me di cuenta de que el patriarca de esa familia distaba mucho de mi concepción. Primero todos se unieron para cantarle Las Mañanitas, luego le pidieron que dijiera algunas palabras y finalmente, uno por uno, fueron diciéndole sus sentimientos, lo agradecidos que estaban con él, lo mucho que representaba para esa familia. Una cosa, entre todas, me sorprendió de grande manera: uno de los yernos de mi tío le llevó un regalo sorpresa, le dio un abrazo y le dijo, con voz temblorosa, que aquello se lo daba no a su suegro, sino al amigo que siempre había encontrado en él. Luego, de la gigante caja envuelta, salieron sus hijos y se le fueron a besos a mi tío.
No sé explicarme bien, ni se escoger cada uno de los detalles que me convencieron de que un patriarca también puede ser como aquellos de los que habla la Biblia: un guía, un profeta, un buen juez. Puede ser el báculo que sostiene una familia y que une a todos sus miembros en torno a él. Mi tío, al menos, es de ese tipo de patriarcas.
Lo demás no puedo contarlo, quizá porque ya era muy noche y los discursos seguían y nosotros tomamos nuestras cosas y nos fuimos despidiendo de todos, a lo mejor presintiendo que aquellos secretos y confesiones sólo estaban destinados a esa familia a la que no pertenecemos del todo. Por eso, mientras aquello continuaba, nosotros nos fuimos ocultos por la noche, con la certeza de que aquela revelación tardaría en ser clara para nosotros, pero no para quienes habían participado de ella.
Adentro, en la casa, el patriarca recibía las atenciones de todos sus amorosos parientes...

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