Dos años atrás, caminando por CU, me encontré a un amigo que hoy ya no veo. Me preguntó cómo iba la vida y le dije más que seguro que aquel año algo debía de salir bien.
—Quiero meter un proyecto de investigación para la maestría en Letras (sobre un autor llamado M. R. James), ya metí mis papeles para la beca de la Fundación para las Letras Mexicanas y he enviado el cuentario a una editorial para su dictamen. Con que algo de eso se me dé, ya la hice.
Después comimos tacos de canasta y platicamos sobre su poemario que ya llevaba varias versiones. Nos dijimos adiós prometiendo vernos pronto. Así lo hicimos, pero un día simplemente dejamos de coincidir. Aquel año, por cierto, nada de lo que había planeado resultó.
Ayer, de camino a casa, platicaba con mi esposa (que al parecer con el embarazo se ha vuelto más sabia). Le enumeraba los varios proyectos, las posibilidades de que se den, las personas que se han sumado a ellos, hasta que rematé:
—Con que uno de ellos se haga, ya la hice.
Ella volteó a mirarme con sus ojos profundos. Su cabello recién cortado se agitó como si fuera una actriz del viejo Hollywood.
—¿Y por qué pensar que uno se te va a dar, por qué no todos?
Yo me quedé pensando en las posibilidades, en las estadísticas, en los números que ha arrojado traumáticamente el pasado. Es como si de repente todos los analistas me vieran la cara de México a punto de enfrentar a Argentina.
No dije nada más hasta llegar a casa. Una vez ahí, prendí la compu y corregí un cuento al que le tengo mucha fe. Luego me fui a acostar junto a mi esposa y leí en voz alta un libro de Roald Dahl.
Ya en la oscuridad que precede al sueño, aproveché que ella dormía para mirarla con detenimiento. ¿Por qué sólo conmigo se atreve a decir frases tan contundentes? ¿Por qué sólo a mi lado hace análisis literarios que no he hallado en ninguno de mis amigos lectores? ¿Por qué ese esconderse en silencios que a veces dan a entender cosas que no son?
Su respiración era lenta, como siempre que me escucha. Su cuerpo reposaba como cuando se dispone a pensar...
A veces creo que lo hace un poco para dejar que yo me luzca, para que no me cohiba cuando empiezo a parlotear y a mover los brazos. Ella habla mucho, pero cuando yo empiezo a entrar en confianza y digo una cosa y la hilo con otra y continúo sin detenerme a pensar, ella parece sólo esperar el momento preciso para corregirme o para impedir que diga cosas de más. Parece que está atenta a mi discurso, pero creo que más bien quiere que no cometa errores y por eso se preocupa tanto por adivinar mi siguiente palabra. Por eso, cuando estamos entre amigos y ella presiente que estoy a punto de decir algo de lo que después me arrepentiré, me toca ligeramente la pierna por debajo de la mesa y entonces yo sé que debo cambiar de tema o aligerar mis sentencias.
Entonces ella respira tranquila, deja que su cuerpo repose y me mira desde la sabiduría que le gusta esconder...
Hace 1 año
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