miércoles, 31 de marzo de 2010

El carril 2 de la alberca es el de mi sobrina. El juez ha silbado para que las competidoras se preparen. Alza la pistola y suena un pitido que permite que las niñas ("de 8 años y menos") se tiren a la alberca y comiencen a nadar de pecho. Vale arranca en último lugar. Estamos en el deportivo Ana Gabriela Guevara. Soy el fotógrafo designado por la familia. A mi lado una mujer dice con ternura: "mira a esa chiquita" y sé a quien se refiere.

Mi sobrina habla todo el tiempo, es respondona, a veces caprichosa y ríe casi como un hábito. Le gustan las historias de terror que le cuento y es capaz de mejorarlas cuando se las narra a su primo menor, a los niños que acuden a sus fiestas siempre muy concurridas. Tiene un Niño Doctor de bulto con quien juega y platica por las noches, le gustan las tortas de milanesa y cada que toma agua de jamaica se le queda la marca del vaso alrededor de la boca. Además, es experta en visitar doctores. Desde el año de nacida ha recorrido clínicas, hospitales, rayos x, ultrasonidos. Tiene una enfermedad que nadie ha podido definir, aunque en el trayecto de los años se ha llamado Síndrome Strickler, deficiencia de calcio y muchas otras hasta llegar al último diagnóstico en el IMSS: Displasia Ósea Espondilometopifisiaria. Para nosotros, que no comprendemos del todo los términos médicos, sólo tiene una característica propia: su talla de estatura es pequeña y los huesos crecen a su libre arbitrio. Por lo mismo, hace poco que comenzó a ir con un doctor extraño: es ortopedista, pero posee diplomados en acupuntura y en diversas técnicas orientales que ubican puntos de dolor muy cercanos a los chakras. Además, atiende en una casa particular y suele denostar a los médicos ("a ver, señora -le dijo a mi cuñada-, el doctor le dijo que su hija padece displasia ósea espondilometopifisiaria, pero ¿eso la curó? A mí me vale madre el nombre, lo que yo le prometo es hacer hasta lo imposible porque su niña se cure"). Vale, nos dimos cuenta después de ocho años, tiene el esqueleto más extraño que hubiéramos visto, sin embargo, ha sorteado todos esos inconvenientes y es una niña feliz. Quizá por eso la queremos tanto, por eso y porque todo el tiempo nos hace reir con sus frases graciosas, con su irreverencia demasiado ácida para una niña de 96 centímetros.

Desde la tribuna se escucha un grito de aliento: "Vamos, Vale, vamos". Identifico a mi esposa. La niña ahora va en tercer lugar, ya no en último. A mis espaldas una mujer le dice a sus hijos: "aprendan de esa niña, no que ustedes...", mientras yo me esponjo sabiendo que hablan de mi sobrina. Quizá a 15 metros de la meta, Vale se sumerge en el agua y sale con una velocidad superior a lo que yo pudiera pensar y se ubica en el segundo lugar. Sus brazos pequeños no se alcanzan a ver, sus piernas cortas se mueven como ancas de rana y sigue avanzando... Mi suegra, desde el otro lado de la tribuna, grita llorando: "Vamos, mami, tú puedes". Es entonces que algo ocurre en el deportivo: una voz grita "Vale, Vale", pero nadie es capaz de reconocerla. Después ya no es una voz, son varios gritos que corean el mismo nombre, hasta que en cuestión de segundos todo el deportivo (no es exageración ni en sentido figurado), corea el nombre de mi sobrina. Ella, percatándose de ello, nada más rápido y su cabeza rebasa la de la niña que va en primer lugar. Los jueces de ambos carriles se levantan de sus asientos y se hincan junto a la alberca. La gente empieza a aplaudir, a exclamar un "ah", un "oh". El juez del carril número 2 parece que quiere jalar a Vale para que llegue en primer lugar, pero cuando está a punto de hacerlo, la niña del carril 5 estira el brazo (Vale también lo hace) e intenta tocar la meta.
Son fracciones de segundo. El deportivo se estremece. Los dos brazos se estiran y aunque la cabeza de Vale está más cerca del final, el brazo largo de la otra niña llega primero. Se escuchan gritos reprimidos. Una ovación. El juez del carril 2 permite que Vale salga de la alberca y se agacha para abrazarla, para decirle al oído algo que ella nunca nos va a confesar.
Vale sonríe, alza el brazo para que su mamá la ubique y le lleve una toalla. Nosotros, la familia que la hemos ido a ver, tenemos las lágrimas en la garganta y no gritamos más para que no nos acometa el llanto que sólo nosotros podemos entender.
Sin embargo, aún en nuestra conmoción, nos percatamos de los flashes que se dirigen hacia Vale, de los gritos de apoyo que aún se escuchan. Nadie mira a la niña que ganó.

Siempre he pensado que alrededor de Vale hay algo maravilloso, no porque cuando nació cambió nuestras existencias (al igual que El Charal, Coque Bin Laden y Carlofas), sino porque pareciera que siempre va acompañada de Dios, de ese Niño Doctor con quien juega y platica por las noches.
Eso es lo que nos tocó vivir el domingo, aunque nosotros sólo hablemos de cómo la gente gritaba, le preguntemos a Vale por lo que le dijo el juez, ante nuestra incapacidad de reconocer que Vale nos deja sin palabras.

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