viernes, 15 de enero de 2010

Vi la mezcla de manos sobre la mesa vieja pero lustrosa. Dos mujeres suecas y mi amigo hacían la sopa del dominó. Tomábamos cerveza y hablábamos muy poco. Si acaso les explicábamos las reglas del juego a las suecas.
Estuvimos juntos dos o tres horas, platicamos 10 o 15 minutos, contando chismes de conocidos y poniéndonos al día.
A veces nos veíamos, pero el silencio fue la tónica del encuentro.
Al final le dije adiós de rápido. Casi lo subí al Metrobús con tal de que se fuera ya, pues nunca he sido bueno para las despedidas.
Más tarde, en casa, con la nostalgia de que había partido nuevamente y que no sabría cuándo lo volvería a ver, recordé una escena sobre un tal Cornelio y un tal Ramón: de jóvenes solían reunirse en casa de uno de ellos, se echaban en la cama para ver el techo, sin decir una palabra. Sabían las formas del cielo raso, escuchaban la respiración uno del otro, sabián a qué compás latían sus vidas y de repente soltaban frases al aire que no necesitaban ser contestadas: "creo que estoy enamorado de Carmela Rafael", "hoy compuse un nuevo corrido", "me gustan las chamacas que usan botas a la rodilla". Luego de varias horas regresaban a sus labores con la certeza de que eso era una verdadera amistad...
Estoy seguro que tenían razón.

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