domingo, 17 de enero de 2010

La cocina huele a carne de res cociéndose. El tapón de la olla exprés baila con ese ruido impertinente que sólo es posible en una cocina. El ambiente está frío, aunque afuera el sol está a tope. Hace aire, mucho aire. Yo tomo un vodka con refresco de toronja.

Empecé, mientras tendía la ropa, escuchando un disco de Ricardo Arjona (el primero -que me trajo toda mi época en la secundaria-). Luego vino uno de Timbiriche con canciones de Vaselina (y casi escuché a mi hermana gritando las canciones, vi su pelo chino a fuerza de bases, su uniforme verde de escuela de monjas). Al final, tras haber lavado los trastes, ya habiendo puesto toda la comida en la estufa, empecé a escuchar al primer Alejandro Fernández.
Mi esposa, que trabajaba en el comedor, dijo como si nada:
-Te pareces un buen a tu papá, te gusta mucho escuchar música.
Y de pronto hice memoria, de todo cuanto había hecho: colgar la ropa, lavar los trastes, preparar un poco de comida (escuchar música y cantar las canciones por lo bajo)... y entonces ya no era yo, sino mi padre en la cocina de la casa de mi infancia.
-Lo único que me falta, es prepararme un vodka con refresco de toronja -le contesté en broma, sabedor que esa costumbre de mi padre tal vez nunca ha de olvidárseme, que por el resto de mi vida lo habré de imaginar con un jaibol, haciendo quehacer, escuchando música, en aquella casa fría que el sol ya no calienta...
Entonces, sin importarme ser sólo una copia, asumiendo la herencia de la que ya gozo, saqué un vaso y dejé que la nostalgia llegara y se instalara de lleno.

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