lunes, 20 de abril de 2009

Nunca me ha gustado la música de percusión...

El día ha ido enfriando, hace mucho viento, la noche está a unos minutos de llegar. Hemos comido papás con queso y tomado una agua de fresa y horchata. También, escuchamos un trío de huapangueros y a unos soneros de Oaxaca. Pienso que aquello parece la celebración que precede un momento inolvidable (trágico quizá).

Cuando de pronto se escucha un tambor a lo lejos y aparece Mohamed Bangoura, negro rastafari (no sé si así se escriba), con sus colores invadiéndole el cuerpo, con sus gritos llamando al pueblo, con su ojo izquierdo estático que parece guiar a otra dimensión.
Decenas de jóvenes se agolpan alrededor del escenario. El Ollin Kan está a punto de terminar por ese día.
De pronto, vuelve a mí ese malestar que me provoca la música tribal, aquella donde los tambores son los líderes. El corazón se me estruja hasta ser una ciruela pasa. Mi esposa, junto a mí, admira a los jóvenes que empiezan a contorsionarse al ritmo de la música. La noche ya está en forma, por eso las luces rojas, amarillas, violetas se pierden en la explanada de Tlalpan, provocando sombras extrañas las proyectadas por los árboles. Yo, a cada segundo, me siento peor. Es como si cerrara los ojos, como si cada golpe en el tambor me obligara a cerrar los ojos, a entrar en una penumbra incómoda. Entonces me acerco a mi esposa, en un último instante de lucidez, y le doy un beso. Ella no comprende, pero en ese momento ya no estoy ahí, sino partiendo, escuchando los gritos de gozo de los jóvenes que se mueven frenéticos, pero a mi me parecen gritos de angustia, de las mujeres que han de ver partir a sus hombres, con la lanza como única arma, a punto de cruzar la frontera del pueblo, dispuestos a dar la vida en aquella noche sangrienta cuando empieza la batalla (en la que, tal vez, he de morir)...

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