jueves, 19 de marzo de 2009

Ayer por la noche bajé a la tienda. Compré tortillinas, queso y leche. En realidad quería cambiar un billete de 200, por lo que no me importó esperar algunos minutos mientras la señora que atiende iba a cambiar el billete con su hermana, la de la papelería. Un viejito, mientras tanto, ponía doce teleras y bolillos en una charola.
Cuando el hombre se acercó a mí, quité mis compras de la barra para que él pudiera poner ahí la charola con el pan.
—¿Ya vas a poner feliz el estómago? —preguntó con una voz débil, cascada.
Creería que iba a cenar quesadillas. Asentí, aunque mentía.
—Lo bueno es que está tranquila el agua, ¿no?
Volteé hacia la calle: el pavimento estaba seco, aunque las nubes grises habían invadido el cielo desde media tarde.
—Sí, tranquila —, volví a mentir, ya creyendo que la plática era la de un loco con un cuerdo.
—Es mejor así, uno debe darle al cocodrilo.
No entendí a qué se refería. El viejo abría demasiado la boca y sus dientes negros y rotos tenían un brillo extraño.
Recordé entonces una plática entre Ibn Arabi y Averroes:

(habla Ibn Arabi) [...] mi padre, que era uno de sus íntimos amigos, me envió a su casa con el pretexto de cierto encargo, sólo para dar así ocasión a que Averroes pudiese conversar conmigo. Era yo a la sazón un muchacho imberbe. Así que hube entrado, levantóse del lugar en que estaba y, dirigiéndose hacia mí con grandes muestras de cariño y consideración, me abrazó y me dijo: “Sí”. Yo le respondí: “Sí”. Esta respuesta aumentó su alegría, al ver que yo le había comprendido; pero dándome yo, en seguida, cuenta de la causa de su alegría, añadí: “No”. Entonces Averroes se entristeció, demudóse su color y, comenzando a dudar de la verdad de su propia doctrina, preguntó [...]

Recordé también una carta a los Corintios:

Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres.

Miré al anciano: se reía de mí, con una bondad en sus ojos, comprendiendo mi ignorancia.
—El cocodrilo, siempre el cocodrilo —dijo como para sí.
Por suerte la señora de la tienda en esos momentos ya me extendía dos billetes y unas monedas. Salí casi corriendo y cuestionándome cómo aquel hombre sabía que me apodan "cocodrilo". Luego imaginé la cena que esa noche habría de compartir con doce amigos (el número de teleras me hizo pensar eso) y me sentí inesperadamente feliz.
Al llegar a casa, no le dije nada a mi esposa.
—Es mejor así, uno debe darle al cocodrilo —"Sí", respondí en la imaginación—. El cocodrilo, siempre el cocodrilo —"No", me repetí antes de encender un cigarro...

1 comentario:

Ogirdor dijo...

Todo muy bien hasta el cigarro. Por eso nunca te besé.