martes, 17 de marzo de 2009

El niño estaba en cuclillas. Vestía un pequeño short y una playera sucia. Se sostenía de una reja con la mano derecha y parecía feliz. A un lado de él, unos mendigos (¿sus padres acaso?) revolvían un canasto en donde no había caído ninguna moneda (o al menos eso parecía). Hombre y mujer llenos de suciedad, con cara de hartazgo, uno sin una pierna, la otra con los dientes rotos. La tarde empezaba a nublarse.
El niño, sin embargo, sonreía y platicaba con un perro: un perro guardian, de esos que atemorizan a los caminantes desconocidos. El perro estaba del otro lado de la reja y tenía la oreja parada y pegada justo en el agujero de la reja donde el niño le hablaba. Entonces ambos voltearon a verme, miraron al intruso de esa conversación, y como hacemos muchas veces, guardaron silencio, me miraron con desprecio y esperaron a que pasara de largo.
Unos pasos después volteé a mirarlos y seguían vigilándome con la mirada. Supongo que apenas di la vuelta en la esquina, ellos habrán continuado con su plática. ¿De qué habrán estado hablando? ¿Qué secretos se dijeron esa tarde? ¿Qué le dijo el perro al niño que lo hacía estar feliz? ¿Qué el niño al perro para que éste olvidara por un momento su rostro atemorizante?

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