miércoles, 4 de febrero de 2009

Vuelvo a lo mismo

A equipararme con una roca y con un fantasma:

1. Suena el teléfono a una hora desacostumbrada. Mamá está a punto de llorar. Explica, argumenta y yo: "¿Y ya le preguntaste a la contadora?" Entonces vienen los ruegos, el informar que "x" le dijo que, y "y" la sustó con, y "z" le pidió que volviera a llamar pues temía... "¿Pero ya le hablaste a la contadora? ¿No crees que sea normal en tanto que es una baja laboral?". Viene esa petición que mi mamá ha de considerar una consulta casi divina: que le pregunte a eso de la computadora, que vea si ahí puedo encontrar algo; y mientras navego por internet sigo pidiéndole que se calme, quizá lo mejor sea llamar a la contadora. Cuelga y a los cinco minutos de nuevo: ¿qué razón le tengo?, ¿ya investigué? Así la historia continua, con voces llenándose de lágrimas, hasta que después de una hora, tras hablar con la contadora, mi mamá ya se ha tranquilizado, ha dejado de llorar.
Tengo que ser de piedra, esa es la misión que mis padres me han encomendado.

2. Abordo un taxi en la tarde, pido la dejada y el chofer se arranca. Tres cuadras adelante una mujer se asoma al taxi y le hace la parada. El chofer me señala, ella esculca el interior del coche y le dice a dónde va. Yo me muevo en el asiento, acomodo la mochila para que note mi presencia, pero el chofer debe indicarle nuevamente que va ocupado. Ella inspecciona el carro y no es sino cuando el taxista baja su anuncio luminoso de "libre" cuando la mujer desiste de abordar el carro. ¿Habrá creído que el taxista no había querido llevarla o al fin me habrá visto?
Un fantasma, dice James Joyce, es un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres. Y mis costumbres han cambiado.

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