viernes, 6 de febrero de 2009

Severina duda de la valentía de Jaime, pues presiente que no se atreverá a matar al esposo que está a punto de llegar. Todo depende de eso: su alegría de amantes comenzando una vida en Estados Unidos, la venta de una casa ya casi en ruinas. A final de cuentas, Jaime, con el asesino que lleva dentro, clava la navaja en el cuello de Severina. No ha podido controlar su bestia interior...
Cierro el libro apenas el Pumabús se detiene frente a mí. Instintivamente subo sin mirar a nadie, pues en ese momento intento guardar el libro en la mochila. De repente, al alzar la cara me topo con unos ojos inescrutables, una piel cetrina, morena clara, unas pecas casi grises. Tiemblo. Es Lona, debe ser ella. Su cara está atrapada por un gorro peruano y una bufanda que no me permite distinguirla bien, pero casi estoy seguro que es ella. Ha engordado...
Un hombre pide permiso para sentarse y mi momentánea Lona se pone de pie mostrando una estatura excesiva para ser realidad. No, no es Lona.
Comienzo a pensar qué habría hecho si fuera Lona, por qué no he vuelto a llamarle por teléfono. Me estremezco.
¿Para qué he de llamar? Para escuchar a una mujer diciendo que ahí no vive Lona, que nunca han conocido a alguien con ese nombre. ¿Para qué? Para escuchar su voz entristecida como la última vez que reapareció, para esperar varios segundos mientras articula sus ideas. ¿Con qué fin? Con el de acabar por convencerme de que sí existió, por saber que ha dejado de leer ese libro interminable al que siempre volvía, por enterarme que su vida sigue, que su novela está terminada, que sus historias son ciertas, que sus traumas no han acabado con ella, por saber si ha vuelto a esa vieja carcacha a sentarse, junto con su primo, como en la infancia.
Me da miedo siquiera pensar que ella acuda al teléfono. Entonces qué he de decirle, como continuar con la conversación que un día dejamos a la mitad porque yo tenía urgencia de ir a otro lado y ella la guardaba en su mochila hecha con un pantalón de mezclilla, junto a los sueños que platicábamos hasta antes de alzar la mano en señal de adiós una tarde en el Metro Balderas.
Me avergüenzo de mis miedos, de no atreverme a levantar el teléfono, de no mandarle otro correo electrónico, de no...
Bajo del Pumabús y siento los ojos a punto de quebrarse, pero resisto, resisto un poco más... No puedo dejar que el fantasma de Lona me venza de nuevo...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola, que coincidencia, hace tan poco que hablabamos de ella, no lo crees.
No olvides esto:

"El destino ayuda a quien lo acepta y arrastra a quienes se resisten"
Mart.