lunes, 23 de febrero de 2009

Casi sólo necesito descubrir esa mirada y ya sé lo que se avecina: un regaño. A veces es porque me estreso demasiado, en ocasiones por mis enojos recurrentes, otras por mis ganas de hacer todo o no hacer nada.
Ayer, mientras veníamos en el Metro, me recosté en su hombro y le pregunté a mi esposa: "¿Por qué me regañas tanto? No es una queja, sólo una duda".
—Porque no quiero que seas como los demás.
Y con esos "demás" supe muy bien a quién se refería.
Luego, ya más tranquilo, recordé un poema que en nuestra juventud nos aprendimos y recitábamos de memoria, en las madrugadas cuando desnudos pensábamos en el futuro:

No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párapados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.

Mario Benedetti

Entonces comprendí a mi esposa y agradecí sus regaños (aunque sólo mientras vino uno más y volví a quejarme de ello).

No hay comentarios: