Ya con la sangre caliente echábamos a correr: 10, 15, 20 vueltas -creo que El Negro fue quien más aguantó. Hablábamos de ganarnos el Melate, de comprar coches de colección, de tener una casa con antena parabólica -de aquellas enormes-, de contar con una sala de boliche, una mesa de billar. Teníamos fe y eso que ni siquiera sabíamos qué licenciatura habríamos de estudiar -El Negro, medio recuerdo, quería Arquitectura; El Catrín algo de diseño y yo no tenía la menor idea (ninguno, por cierto, estudió esas carreras).
Ya luego, a eso de las 6:15, regresábamos a nuestras casas y no nos veíamos sino un día después: cada uno tenía sus amigos de preparatoria.
En esas mañanas frías de Pachuca, mientras corríamos, el futuro era nuestro.
Es curioso, ahora que hago la comparación... Aquella sensación del frío en la nariz, de libertad, de esperanza es la misma que sentimos tiempo después cuando fuimos en bicicleta hasta la Estanzuela, o cuando recorría solo las carreteras de México en el vocho con las ventanas abiertas y escuchando a Aerosmith, o la sensación que tuve una fría noche de un primero de enero en que llegué a un departamento vacío -tras abandonar definitivamente la casa de mis padres- o el sentir que tuve hoy por la madrugada al caminar por Periférico, tras haber acompañado a mi esposa a tomar la camioneta que la llevaría a Toluca y después a Guadalajara.
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