viernes, 5 de septiembre de 2008

Daguerrotipo imaginado

Hay cosas del pasado que me obligo a recordar, que me esfuerzo en reconstruir, aunque muchas veces sé que el resultado se aleja por completo del hecho real.
Una de esas cosas es el lugar donde pasé muchos fines de semana cuando era niño: la casa de Lucha. Ahí, en un sólo cuadro de cinco por cinco, había una cocina, una cama que albergaba a cinco o seis nietos, unos buroes con un árbol de navidad que siempre le pedímos que prendiera, y muchas revistas "Lágrimas y Risas" que nos leía la abuela para convencernos de dormir. A veces también nos contaba historias de la Biblia y muchas noches nos entretuvo con cuentos que en ese momento creaba: su padre ahorcado frente a sus ojos y después resucitado; su llegada a Pachuca a casa de unos padres adoptivos; la tarde de la tromba que la sorprendió en una barranca con sus tres hijos -mamá en sus brazos, el tío cargando la jaula del perico y la tía llorando y sorbiendo los mocos.
La casa de Lucha estaba en una vecindad, y teníamos que bajar los escalones para llegar a los baños -con puertas de lámina roídas, con olores aberrantes-, mismos que Lucha lavaba para que sus nietos los ocuparan. En su patio, había decenas de plantas con cubetas de plástico como macetas, lazos de donde colgaba nuestra ropa siempre recién lavada, y un pequeño pasillo por donde la veíamos llegar los domingos por las mañanas con un kilo de lengua de res que después se prepararía con jitomate y chiles. Esas mañanas nos mojaba a cubetadas y nosotros reíamos, también preparaba huevos tibios que sólo a mi hermana y una prima le gustaban, nos daba té de canela con leche Nido, y ya casi llegado el mediodía alistaba una "polla" de jugo de naranja para mi tío quien llegaría a visitarla.
Sin embargo -aunque de todo lo anterior tengo dudas- existe algo que aún conservo fielmente: el olor a guardado, a pobreza, a ropa vieja, a plantas recién regadas, a baños con olor a neftalina, a escaleras polvosas que invadían esa vecindad.
Hoy, al dar la vuelta para llegar al Metrobús, ese olor estaba ahí, como un presagio inexplicable, como un recuerdo dispuesto a darme un poco de la alegría que necesitaba para terminar la semana. Quién sabe si la vecindad fuera como hoy la recuerdo, sin embargo siempre tendré las historias de Lucha para soñar, para imaginar, para ser feliz mientras ella habla y habla y dice y cuenta...
Qué suerte la mía de tener una abuela tan buena cuenta cuentos.

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