miércoles, 9 de julio de 2008

Mi esposa me propone que deje de leer: "por dos, tres semanas". Argumenta que debo vivir más, ver a la gente, imaginar sus historias. Yo no quiero hacerle caso, le digo que a falta de maestros debo leer, leer, sólo leer. Pero después de observar cientos de carros pasar por Insurgentes, de fumar algunos cigarros, de hablar sin parar y de argumentar (fallidamente) termino por guardar mi voz para otro momento. Ella debe estar confundida, pues nunca hablo tanto como esa noche.
Ya por la tarde del día siguiente, en el Metro, dejo de leer: me duele la cabeza y estoy mareado. Observo a una pareja de novios que se acurrucan entre ambos: él viste una tejana de Los Alacranes y ella está a punto de quedarse dormida, tiene los labios de un rojo que pareciera está excitada. A un lado, un hombre platica con su hijo, con demasiada seriedad; el hijo asiente, niega, alza el brazo y noto su chamarra rota desde la cintura hasta la axila.
"Me encanta Dios", se escucha a lo lejos. Un joven comienza a recitar a Sabines y recuerdo a Oliveira (en El lado oscuro del corazón), a media calle, recitando poemas de un poeta que habla como trailero (eso le dice su amiga la muerte). El joven del Metro habla, recita con voz engolada. Después ofrece un cd con ciento sesenta y tantos poemas en voces de sus autores y extrañamente mucha gente alza la mano para comprarlo, le da varias monedas al muchacho.
Un hombre, en ese tiempo, no ha dejado de mirarme. No sé muy bien qué hacer, pero quisiera ya llegar a mi destino y tal vez ponerme a leer.

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