miércoles, 9 de julio de 2008

Creí que en cualquier momento podría entrar el protagonista de El complot mongol, pero me tranquilicé al saber que él acudía a cafés de chinos. Luego imaginé que tal vez llegaría algún integrante de la mafia, incluso el hombre de gabardina que entró me puso intranquilo. A lo mejor se debía al mobiliario antiguo, a la mujer con cara de maniática al lado de la caja registradora, a la vitrina en donde se exponían panes demasiado dorados, al tablero de costos muy viejo, a los anuncios de papel recortado como en primaria. Tal vez también tenía que ver el molino de café demasiado grande, la máquina de café sesentera, las tazas de café con orejas de plástico.
Todo era extraño, cualquier cosa podría pasar.
Por fortuna había un espejo que reflejaba el centro histórico moderno, los microbuses que pasaban por Donceles, pero de no existir tal, el reloj de principios de siglo que colgaba al fondo del local, bien podría marcar la hora de hace cien años.
Obsesivamente miraba el espejo. Movía la cuchara dentro del café y volteaba a mirarlo, tomaba la azúcar y volvía observar, decía algunas palabras y nuevamente la vista en el fondo del local.
Quizá por eso no me opuse cuando mi esposa me pidió que nos fuéramos del Café Río, pues recién había entrado una pareja de adultos vestidos con décadas de retraso, estaba lloviendo y, como dije antes, pensé que entonces y ahí cualquier cosa podría suceder.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Miguel Angel:
¿Será que de verdad ya no fue posible que regresaras al tiempo actual, es decir al mío y que hipotéticamente compartimos, y te quedaste en ese café o entre las páginas de una...? Bueno, lo más probable es que andes de vacaciones y por eso no hayas escrito en el blog en casi una semana, ¡casi una semana!
Un gran abrazo.
Alejandro Peña
Pd. Te escribo otro día a tu correo.