domingo, 20 de julio de 2008

El viernes caminaba para perder el tiempo. Al pasar por un puesto de periódicos decidí comprar el Milenio sólo para enterarme, minutos después, que la columna de Ciro Gómez Leyva ese día se iba de vacaciones hasta agosto. La verdad es que era un tristeza, pues suelo leer siempre esa columna: algo en Gómez Leyva me gusta.
Hay quienes me han dicho que se vendió, que sólo defiende sus intereses (a Carlos Ahumada y el abuso que se cometió contra Canal 40), hay otros que me recriminan leer a quien defiende lo mismo a Rosario Robles que a Manlio Fabio Beltrones, que entrevista a Napoleón Gómez Urrutia (desde Canadá) que a un indígena que lucha por su libertad. Dicen también que Milenio se ha ido convirtiendo en un periódico oficialista y que toda la crítica con la que nació y que logró colocarlo entre el gusto de algunos mexicanos, hoy está reducida a diátribas de Carlos Marín o al periodismo de la onda (nice) de Jairo Calixto Albarrán.
A mí, sin embargo, me gusta Milenio, y lo mismo leo el Trascendió, que a Aguilar Camín, a López Dóriga o a Carlos Mota; a Pablo Gómez o a Fernando Solana Olivares (eso sí, procuro no acercarme a la columna de Cristina Rivera Garza (qué diferencia cuando ocupaba ese espacio Alejandro Toledo y sus Pasos Perdidos)).
Pero es de Ciro de quien me interesa hablar (dixit Cortázar), de Ciro y de su columna, porque mis gustos en esta línea no importan. De Ciro me gusta su valor para decir lo que cree (aún cuando todo mundo esté en contra (la defensa de Ahumada sirve para ejemplificar esto)), me gusta la forma cómo escribe su columna: como explicándose a sí mismo lo que quiere mostrarnos, y por eso mismo, consiguiendo muchas veces lo que en un cuento se llamaría "la vuelta de tuerca".
Pero además lo admiro por ser un excelente lector, pues además de los libros de política, de las entrevistas, de las noticias nacionales e internacionales, Ciro me ha revelado algunos libros que se convirtieron en fundamentales para mí. Qué decir de cuando ejemplificó el pleito entre Fox y López Obrador con La balada del café triste, de Carson Mc Cullers; o cuando habló de un embajador mediante Nuestro hombre en la Habana, de Graham Greene; o cuando le explicó a su hijo (creo que en pleno mundial) ciertas costumbres europeas gracias a Soldados de Salamina y La velocidad de la Luz, de Javier Cercas.
No sé si ya lo he dicho aquí, pero siempre he tenido la convicción de que Ciro Gómez Leyva sería un excelente reseñista de libros, un muy buen escritor de ensayos literarios. Lástima que nunca me he atrevido a escribirle a Carlos Marín (director del diario) para que incluya una columna de Ciro en el suplemento Laberinto.
El viernes, por lo tanto, estaba sinceramente triste por la noticia de las vacaciones de Gómez Leyva: ya no recomendaría libros, ni reseñaría sus entrevistas radiofónicas, ni hablaría de su última lectura, ni de cómo descubrió un libro de Kapuscinksi cuando estudiaba periodismo, ni de cómo Kobo Abe manifestaba en su literatura un síntoma de las sociedaddes contemporáneas, ni de...
Pero ni modo, aunque Ciro sea Ciro Gómez Leyva, también merece vacaciones ¿o no?

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