martes, 8 de abril de 2008

No habían pasado dos minutos de la película y ya estaba llorando. Me refiero a "La misma luna", donde en los primeros segundos madre e hijo (separados por miles de kilómetros) siguen una rutina como si vivieran en la misma casa.
Después, el niño acude a un teléfono público (es domingo por la mañana) y espera la llamada de la madre desde los Estados Unidos. A media plática, cuando el crédito está a punto de cortar la comunicación, el hijo pregunta: ¿Dónde estás, mamá? Ya sabes, te lo digo siempre. No importa, recuérdamelo. Estoy en un teléfono público, frente a una Domino's Pizza, del otro lado está la lavandería donde siempre vengo...
Y entonces yo ya lloraba, recordando las innumerables veces en que imagino a mamá en la recámara viendo la serie de Superman que le gusta o a mi padre sosteniendo el auricular con las manos enjabonadas pues está lavando los trastes, los imagino en la casa ahora tan grande, tan vacía, viviendo esa soledad que comparten los padres con hijos casados, lejanos.
Y lloraba tristemente recordando. Apenas iban dos minutos de la película.
Después, mi esposa y yo saldríamos con los ojos hinchados por tanta lágrima melancólica.

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