jueves, 10 de abril de 2008

Dictatorial

He establecido, entre las cuatro paredes de mi oficina, una ley que sólo a mí daña: "Este espacio es libre para el tabaco".
Así es, todo mundo puede venir a fumar: tengo ceniceros, un encendedor siempre a mano, una disposición enorme para dejar de trabajar y poner atención a sus palabras.
Y es que ya se sabe que una plática en torno a un cigarro saca lo filósofo de los hombres (esa vieja tiene un cuerpo que a Dios haría pecar...), libera de presiones a las personas (este cabrón ya me tenía harta...), nos une a los demás (gracias por dejarme fumar aquí, porque lo que son tus "tías"...) y nos permite distraernos del trabajo sin necesidad de que todos vean que estamos flojoneando (cierra la puerta para que podamos platicar mejor).
Ya sé, algún día me dará enfisema pulmonar, pero al menos habré compartido muchas pláticas, ilusiones, caprichos, desilusiones.
Y eso es lo que le da sabor a la vida ¿o no?

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