Hace once años llegué al Distrito Federal a estudiar. Desde esa fecha he regresado un sinnúmero de veces a Pachuca. Sin embargo, mis recorridos siempre han estado dirigidos hacia casa de mis padres: tomo el boulevard Felipe Ángeles, al llegar al Parque de Convivencias doy vuelta rumbo a Maestranza y de ahí sigo hasta la Calzada Veracruz, donde doblo a la derecha para entrar a Vista Hermosa. Pero ayer me ocurrió algo extraño, pues no me dirigía hacia la casa de mis padres, sino al Seguro Social.
Sobre la carretera México-Pachuca me desvié hacia el fraccionamiento Tulipanes (hace 15 años vivía ahí uno de mis mejores amigos). Para mi sorpresa, aquel desplobado ahora estaba repleto de casas, de centros comerciales, de escuelas, de rutas de combis. Así que, sin cierto temor, fui recorriendo ese Pachuca que me es tan ajeno. De repente daba vuelta a una cuadra esperando encontrar la que mi mente infantil recordaba y ya no estaba ahí, después seguía de frente esperando hallar esa pizzería a la que frecuentaba, y ya había desparecido.
Así, de cuadra en cuadra, de calle en calle, de colonia en colonia, fui dándome cuenta que aun cuando me considero pachuqueño, aquella ciudad ha dado espacio a otra que ni siquiera quiero explorar: los recuerdos de un terreno a donde iba a tomar con mis amigos están debajo de los escombros de un nuevo fraccionamiento; la casa retirada de alguna amiga ha sido rodeada por comercios, por giros negros; la nostalgia, sin embargo, está más presente que nunca: en ese Pachuca donde los ambulantes invadían la calle de Guerrero, donde aún existía el viejo Mercado Juárez (antes de quemarse una Navidad), donde vendían palanquetas de piloncillo en todas partes, donde por las noches era fácil encontrar un puesto donde vendieran unas deliciosas chalupas, donde mi hermana, papá, mamá y yo habíamos olvidado lo que era un hospital y nos dedicábamos a ser felices...
Sin embargo hoy...
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