A unos zapatos bostonianos negros, unos calcetines grices y una gabardina negra debe El Catrín su apodo. Claro, le pudimos apodar El Elegante, sin embargo, que a ese atuendo lo completara un pants gris y una clase de educación física en la secundaria, es lo que terminó por convertirlo en blanco de las burlas.
¿Quién le puso el mote? No recuerdo, tal vez el Wereber, el Gonzo, el Negro o el Euclidio, sin embargo, a partir de ese día, aquel muchacho rechoncho, de lentes y que escuchaba música clásica, fue la comidilla de nuestro grupo.
Tuvieron que pasar los meses para que terminara por caernos bien, por integrarse. Tiempo después, quizá porque nadie sabía qué rumbo tomar, yo escogí que mi rumbo era paralelo al de él.
Tres anécdotas pueden ilustrar al Catrín: la de la noche que fuimos a unos quinceaños de la "amiga de una amiga" (tendríamos 21 o 22 años) y salimos huyendo del lugar cuando el novio de la quinceañera se dio cuenta que el Catrín le había comido el mandado y hasta un beso le había robado a la "mariposa que recién había salido de su capullo".
La otra, de la que tal vez nos salvamos de un botellazo o una pelea campal. Aquella noche habíamos ido a tomar (en Pachuca uno compraba el cartón de cervezas y se iba a un lote baldío a consumirlo), pero en el camino nos topamos con conocidos de la primaria y secundaría: el Arreola y el Parada. Nos invitaron a la casa de la novia del Arreola, así que ya medio entonados, nos fuimos a la colonia López Portillo y sin que mediaran presentaciones o formalidades, en menos de diez minutos estábamos echando relajo con la novia y con su hermana.
De rato sacaron una baraja y con el alcohol dentro de mí, comencé a "leerles" las cartas: si salía un basto, les predecía una noche de pasión; si el rey de espadas se asomaba entre el maso de cartas, les decía que en su futuro se aparecería un maricón. Todo iba bien, demasiado (el Catrín ya había conquistado a la hermana), pero de pronto apareció un gigantón vestido de mariachi. Era moreno, bigotón y tenía cara de "los voy a madrear". Lo integramos al juego de cartas y al poco rato ya estaba borracho y muy molesto (había descubierto las miradas entre el Catrín y la hermana (quien resultó ser su novia)).
Así que ya calientitos, molestos porque la "vaca" no había alcanzado para otro cartón (el mariachi no había puesto dinero), le auguré que esa noche se toparía con un maricón que le bajaría su dinero y hasta la vieja. Todo mundo rió, pero el lo tomó muy a pecho. Se levantó y la armó de tos, el Catrín me defendió y en menos de quince segundos ya detenían al mariachi por la espalda para que no se nos fuera encima. El Catrín, el Chávez, Erby y yo salimos disparados de la casa, no sin antes robarnos un cartón de cervezas que aún sobraba. "Me hubieran dejado madrearlo", dijo el Catrín, sin embargo ya era muy noche, él era un hombre con lentes y todos (aunque calladamente) sabíamos que hubiera resultado perdedor (el otro le ganaba por unos 15 centímetros de altura y 20 kilos).
Sin embargo, la tercera anécdota es la que me "obliga" a escribir sobre él, sobre mi hermano, sobre mi amigo y confindente. Y la traigo a cuento porque ayer recordaba aquellos tiempos.
Era un frío 14 de diciembre, todo el día había atravesado por muchos problemas y a eso de las diez de la noche (me había casado dos horas antes) estaba entre nervioso, enojado y sin saber qué pasaría. Los invitados disfrutaban de la fiesta y la novia (mi esposa) se me había perdido unos momentos. De repente, el sonido interrumpió la música. El DJ aclaró la garganta y dijo que mis amigos me dedicaban una canción: Antología de Shakira. Los busqué con la mirada y fui a donde estaban. Brindamos con un poco de tequila, luego comenzaron los abrazos: el Chávez, el Erby, la Popis y al final, el Catrín. Creo, no lo recuerdo bien, que me abrazó por mucho tiempo y se limpió en mi traje las lágrimas, me dio algún consejo, algún aliciente y después (presiento) estuvo a punto de darme un beso en la mejilla (de esos que se dan entre hermanos, entre padres e hijos). Suspiré aliviado, todos los problemas del día habían quedado atrás.
Sin embargo, la tristeza también se hizo presente y me susurró que las cosas a partir de ese día cambiarían, que tal vez nunca nos volveríamos a reunir. Mas en aquel momento no le hice caso, a pesar de que sabía cuán cierto era su presagio.
Hoy, más bien hace unos días, hablé con el Catrín (a los otros les he perdido el rastro), nos reímos y conversamos como en los tiempos cuando pasábamos las tardes a las afueras de su casa, o las madrugadas cuando nos despertábamos para ir a correr. Sé que tal vez no volvamos a estar todos los que en ee tiempo fuimos, pero me sirve de esperanza saber que estará quizá el más importante, el Catrín (aunque únicamente sea del otro lado del chat).
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