Hace días veía una película llamada "Todos están bien". Trata sobre un padre que tras recibir negativas de sus hijos para ir a comer con él, decide ir a buscarlos a sus lugares de residencia, para lo cual debe recorrer Estados Unidos. Poco a poco se va dando cuenta que sus hijos le mienten, que en sus cotidianidades hay muy poco de lo que le cuentan en llamadas telefónicas, en cartas. Algunos lo hacen por no preocuparlo. Otros, porque se han acostumbrado a las mentiras.
Después de ver la película (el autobús llegó a mi destino y me perdí el final), llegué a casa con esa idea de que los padres desconocen a sus hijos, pero muchas veces no se debe al trabajo, a las prisas, a la poca atención (como los hijos solemos criticar), sino porque nosotros mismos tratamos de ocultarnos con el supuesto de que así defendemos nuestra independencia.
Si hoy muriera y le preguntaran a mis padres qué es lo que hice la última semana seguramente sólo podrían decir que fui a Monterrey, pero no sabrían del mendigo con acordeón que cantaba "Hey Jude", ni de las horas que caminé al lado de un río, ni de las llamadas que le hacía a mi esposa, ni de los llantos de mi bebé tras el teléfono. No sabrían con quién estuve estos días, ni de los correos que envié y recibí. No sabrían de la desesperación por las noches, cuando quise que el trabajo fuera menos, ni del desasosiego de algunas madrugadas en que preferí quedarme en cama, junto al bebé y mi esposa, en vez de pararme a escribir esa historia que no dejo de pensar.
Pero todo este tormento, esta queja, se vuelve aún más profunda cuando me visualizo en unos años, sin saber por qué mi hijo contestará con monosílabos tras el auricular, cuando lo imagino preguntándose qué comerán sus padres, a qué hora; qué pensaran en esa casa ahora vacía, en esas soledades compartidas, tal como hoy pienso yo de mis padres y aunque lo intente (y quiera) no marco su número de teléfono, ni les cuento de todas las cosas que hice en esta semana, pues la costumbre... su tranquilidad... esta manía...
Hace 1 año
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