martes, 26 de julio de 2011

"Por qué todos los Migueles son gordos", me pregunta un niño de la Fundación Renacimiento. (Sus ojos son los de un viejo que ya presiente la muerte) Como me ha sucedido varias veces a lo largo de la mañana, no sé qué contestarle. Por suerte, la voz de nuestro guía me permite evadir la pregunta y nos encaminamos por azoteas, por pasillos, por puertas que están cerradas con candados gigantes (que sólo se abren para que podamos continuar el recorrido). Dentro de la Fundacíón, a pesar de la cercanía, no se escucha la vendimia que se desarrolla en Tepito, ni los gritos de los marchantes, ni los cláxones de la cercana avenida.
El sol cae sobre la ropa recién lavada: alguna se ve desgastada, otra ya muestra hoyos, rasgaduras.
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Hace algunos meses me invitaron a la Fundación Renacimiento para "leer su obra" y gustozo acepté. Incluso, invité a mis amigos y planeé el capítulo de Hijo de hombre que leería. Una semana antes me llamaron para hacerme una entrevista y una de las preguntas me desconcertó: "¿Cómo piensa llegarle a niños que han sufrido abuso sexual, drogadicción, situación de calle?". Hasta ese momento no se me había ocurrido averiguar qué era la Fundación, así que improvisé una respuesta y terminada la entrevista, busqué en Google.
Debido a esto, elegí algún libro infantil para leer, pues ¿qué podría decirles mi libro a estos niños?
Un día antes de la lectura me informaron que se suspendía y que sería hasta julio que se llevaría a cabo. Así, la semana pasada, llamé al INBA y pregunté si la lectura seguía en pie. Para el viernes (la cita era el sábado) aún no tenía nada claro, mucho menos después de que me llamó el encargado de las actividades culturales de la Fundación: "¿Una lectura?", me inquirió. "Sí, eso me dijeron en el INBA". "No, no se trata de eso, sino de venir con los niños". "Oye, pensé en leerles un cuento infantil, pero me gustaría saber la edad promedio, para ver si el cuento que elegí está bien". "Pues tienen entre ocho y diez años", me dijo el encargado. "Entonces sí les leeré el que pensé", dije medio aliviado. "Pero también hay jóvenes... Más bien trabajamos con jóvenes, de 15 a 35 años".
Colgué sin saber qué hacer. Además, me habían dicho, ir a la Fundación tenía el objetivo de hablarles a los niños de mi "vida de escritor" (¿?). "Pero qué te parece si llegas media hora antes y platicamos de qué va el asunto", había sido lo último que me dijo la voz tras el teléfono.
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Llevé mi caballito de batalla. No invité a nadie. Llegué temprano e iba sin desayunar. Mi esposa dice que un hombre nos siguió desde que salimos del Metro y se quedó expectante hasta que nos abrieron la puerta de la Fundación. A las 12 del día me avisaron que los niños ya estaban en el patio, que nos diéramos prisa porque estaban ahí por obligación.
Me señalaron el frente del patio y mientras les decían cómo me llamaba, vi a 20 o 25 niños y jóvenes que me miraban apáticos. Unos estaban acostados en un sillón roto; otros me veían con fastidio, y dos de ellos se pintaban los ojos y besaban mientras yo empezaba a hablar.
Dije mi nombre y pensé que nadie me escuchaba. Entre los asistentes había un murmullo presente que no disminuía. Al minuto, sin saber qué más decirles de mí (¿Qué contarles a ellos que a su corta edad han vivido más que yo?), abrí el libro que llevaba y empecé (temeroso): "En el norte de Turambul había una vez una señora que era la peor señora del mundo. Era gorda como un hipopótamo, fumaba puro y tenía dos colmillos..."
Así seguí, leyendo mientras el silencio se filtraba de a poco, volteando de vez en cuando a ver los rostros de los niños que ya sonreían, que ya se miraban entre ellos, que ya me miraban de forma sosegada. Luego seguí con Bonícula (que no tuvo éxito) y con un cuento de Adela Fernández (que le había prometido a los adolescentes). Al finalizar, no supe qué más decir. Me atreví a pedirles que si tenían alguna pregunta, me la hicieran, pero todo continuó en silencio.
Sentía el sudor en mi espalda, me paraba en un pie y luego en otro, el organizador no decía nada y durante 30 o 40 segundos desee tener el don de desaparecer con sólo quererlo.
Al final, una mano se alzó y empezaron a preguntarme; a tutearme; a cuestionarme por los cuentos que les había leído, por mis libros, por lo que me inspiraba para escribir...
Después todo fue siendo más ligero. Yo, que para entonces ya sabía que aquella había sido una de mis más grandes y gratas experiencias, sólo sonreí. Tal como hice hasta que media hora después, quizá más, salí de ahí, pensando, reflexionando en por qué todos los Migueles somos gordos.
El sol seguiría secando aquella ropa con historias por etiquetas; seguiría quemándole la espalda a esos niños que jugaban futbol al interior; seguiría evaporando el agua con que lavaban los pasillos, los baños, sus vidas...

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