Me fui de casa hace quince años y sin embargo todavía siento una especie de extraño latido al entrar a esta pieza que era mía y ahora es una especie de bodega. Al fondo hay una repisa llena de DVD y los álbumes de fotos arrinconados junto a mis libros, los libros que he publicado. Me parece bello que estén aquí, junto a los recuerdos familiares.
Alejandro Zambra
En julio de 1999 salí de la casa de mis padres. Entonces la casa todavía era funcional y al menos una vez al día entrábamos a cada una de sus habitaciones (con excepción de la llamada "sala rosa", que nunca ha contado con nuestras simpatías). Mis padres no estaban de acuerdo en que viniera al DF y presiento que si aceptaron fue por cumplir una promesa ("si te quedas en la UNAM, puedes irte a México", dijeron) y porque temían que si no me daban permiso no continuaría estudiando.
Con el tiempo he comprendido que la decisión la tomé impulsivamente, que no sabía bien si la carrera elegida me gustaba, que no sabía a dónde llegaría y que si mi madre en algún momento me hubiera quitado el dinero, habría sido incapaz de sobrevivir por mí mismo. Sin embargo, la juventud me dio el coraje para venir y ocultarme en la última fila del salón de clases.
Entonces tenía pocos amigos (hoy es igual, pero por otras circunstancias y con otro sentido).
Después de esa fecha, he vuelto innumerables veces a casa de mis padres: ahora las tuberías constantemente no sirven, ha comenzado a salir moho en dos o tres paredes y las recámaras y habitaciones sólo sirven de testigos para los gritos y reclamos de esos enemigos que mienten al creerse esposos.
He vuelto y lo que era mi recámara ahora sólo sirve de camino de paso para una habitación donde planchan la ropa. Así, como le sucede al personaje de Zambra, mi antigua recámara no es sino una bodega en donde lo mismo caben libros viejos, notas de remisión, velas, papeles sin sentido y películas en VHS cuyas cintas con seguridad estarán pegadas.
Además, también están mis libros. Los libros que he escrito o donde he participado. El primero de ellos ocasionó que mi madre me dejara de hablar por algunas semanas: el cuento lo había dedicado a una novia "y no a los padres que me dieron la vida". El segundo libro está perdido entre uno de Irma Serrano y uno del Negro Durazo, que por lo deshojados supongo que mi papá lee con frecuencia (no así mi libro). Del tercero no sé nada. Ellos dicen que a veces lo leen y en otras retoman algunos párrafos para justificar sus actos, para decir que tal como Rodrigo dice, los padres deben... o tal como pasó con Jacinto, uno debe seguir el camino que Dios le ha impuesto...
Esto lo sé porque de repente me cuentan sus pláticas y entonces justifican con mi libro (quizá porque el hijo ya no está para servirles de títere) cada uno de sus hechos, como si lo escrito ahí fuera una sentencia y no una simple historia.
Hace unas semanas vi a mis padres, no en su casa (por suerte). Mi madre continuaba enferma de esa enfermedad llamada fanatismo religioso. Mi padre, quizá sin saberlo, estaba más ausente que un hombre muerto: de repente sonreía, pero era como si a ese gesto le costara muchos segundos para hacerse real. Entonces pensé que debería haber escrito otro libro y no ese tercero, quizá uno de amor, uno de superación personal.
Vuelvo al comienzo... Me fui de casa hace quince años y sin embargo todavía siento una especie de extraño latido al entrar a esta pieza que era mía y ahora es una especie de bodega. Durante gran parte de estos años intenté encontrar formas de volver a casa. Hoy, sin embargo, mi hogar está en otro sitio y no quiero salir de él.
Hace 1 año
1 comentario:
El único rastro mío que permanece en el departamento de mi madre son una torre de revistas La Mosca y un disco de la Gusana Ciega. Es duro enfrentarse a las paredes que alguna ocasión te sirvieron de cobijo: de una u otra forma su color y el escarapelado del yeso explican por qué ya no perteneces ahí.
Un abrazo.
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