Efraín tenía pocas semanas de haber nacido. Era domingo y la noche había llegado antes de que lográramos controlarle la calentura, el vómito. Inexpertos, sin nuestra familia cerca, acudimos a los parientes más próximos: La Mona y sus padres. Nos recomendaron un doctor, no era pediatra, pero a esas horas y en ese día sería difícil que encontráramos uno. Acudimos al lugar, a unos 15 minutos de nuestra casa, casi en medio de la reserva ecológica. Al salir, no estábamos convencidos de que la receta y el diagnóstico fueran los correctos. Teníamos poco dinero en la bolsa.
Comenzamos a caminar por las calles oscuras, frías, vacías. El viento nos contagió de su ánimo depresivo. Íbamos sin hablar. Yo cargaba al bebé. Ella me tomaba la mano con temor, como si sospechara que en cualquier momento se fuera a terminar el mundo y quisiera que nos encontrara juntos.
—¿Y si vamos al ISSSTE?—, le dije sin siquiera estar yo convencido.
—El bebé no va a aguantar el trayecto.
Así que sin pensar bien lo que hacía, paré un taxi (que cobraría tal vez la mitad del dinero que nos quedaba para llegar a la quincena). Y poco a poco, mientras la ciudad se iba haciendo presente, mientras las luces de los semáforos y el bullicio de San Ángel se nos iba metiendo a los ojos, nos comenzamos a sentir mejor. Nuestras manos seguían unidas.
Aquella ocasión salimos del hospital casi a media noche. Corrimos de Revolución a Insurgentes, donde tuvimos la suerte de abordar el último Metrobús. Serían 12:15, 12:20 de la noche. A la una que llegamos a casa, con el niño medicado, con la tristeza todavía acechando nuestra alma, nos abrazamos en uno de esos gestos que sólo en los desesperados resulta reconfortantes (y nosotros estábamos desesperados: desesperados y con la angustia de los padres inexpertos).
Recuerdo esto después de que este fin de semana nos dimos varios abrazos iguales: el viernes, tras terminar con una deuda que arrastrábamos por años; el sábado, al enterarnos que por una necesdad mía, habíamos abordado un camión posterior al que nos tocaba y al que asaltaron de camino a Pachuca; el domingo, cuando dejamos a Efraín en la cama, temerosos de que tuviera fiebre, gripa, pero dormido (tras el rescate milagroso de Mariana y Juan José).
Me acuerdo y me dan ganas de pensar en estos casi 10 años de matrimonio, en los que he terminado por comprender que las parejas, las personas con quienes vivimos, consiguen que nuestras virtudes y defectos sean más transparentes (incluso a veces sus virtudes logran aminorar nuestros defectos). Por eso, creo, es que ahora sonrío más, me azoto menos y como más pan, pues algo de la alegría por la vida de mi esposa ha terminado por germinar en mi interior y ahora empieza a florecer.
Al hacerlo, al recordarlo, también pienso en Inger, la esposa de Isak en Bendición de la tierra, de Knut Hamsun: "Isak izaba las vigas por medio de cuerdas, ella empujaba un poco con la mano y a él le parecía que ella ayudaba con su sola presencia [...] Estaba escrito, sin duda, que yo tendría un tesoro por mujer".
En cierta forma, Dios me regaló una Inger, pero en cierta forma también, me regaló una incomparable Luisa.
Hace 1 año
2 comentarios:
Amo venir a tu blog, siempre me trae recuerdos de cosas que no he vivido.
Que bendición es tener a la mujer correcta. Saludos.
Ya me quedé sin palabras, sólo empiezo mi día con una esperanza más.
Un abrazo
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