Por segunda vez había salido de casa de mis padres (la primera sólo había resistido un año): al volver a vivir con ellos me había dado cuenta que ellos no eran los padres que ansiosos me esperaban cada 15 días y yo no era el hijo que anhelaba verlos.
En el DF llevaba ya dos años. Vivía en un lugar que me había conquistado por su nombre: Rinconada Macondo. Por las noches, cuando no hallaba más que hacer en la calle, me iba a recluir al cuarto que rentaba y si la nostalgia era mucha, salía a escondidas a un parque cercano y me ponía a fumar dos o tres Delicados. De vuelta, sin ánimos y tras haber llamado a casa de mis padres, tomaba la resolución: regresaría a Pachuca sin importar que hubiera fracasado una vez más.
Entonces, me ponía mis audífonos y sacaba el único cassette que había traído conmigo. Subía el volumen y con el pensamiento seguía la letra de la canción.
En ocasiones lloraba en silencio y la música hacía que me fuera quedando dormido. Pensaba que la cuestión era regresar a Pachuca e inscribirme en una escuela en quien nadie confiaba o morderme uno y la mitad de otro y aguantar la nostalgia y resistir un día más.
Así se me iban las noches: leyéndole poesía a un fantasma que me acompañaba (Oli, la había nombrado), fumando a escondidas, esperando la mañana para sentirme rodeado de personas en la Facultad de Ciencias Políticas, acompañando a amigos hasta su casa con tal de que pasara el tiempo y yo no tuviera que regresar a ese cuarto en donde la soledad se me hacía insoportable.
Sin embargo, aquella canción me daba valor. Oír las voces de ese grupo con el que había crecido me hacía creer que no estaba tan solo. Entonces, después de escuchar el resto de las canciones, todo iba mejor.
Mis amigos de Pachuca no sabían por lo que pasaba en la semana, los pocos que tenía en el DF tampoco. Así que aquella música era un secreto que permitía que mi corazón siguiera latiendo. Creo, sin dudarlo, que a ese grupo y a ese cassette le debo haber persistido en México y, con ello, haber alcanzado la felicidad que hoy vivo.
Hace unas semanas, cuando mi cuñada me dijo que tenía boletos para ir al concierto por el 22 aniversario de aquel grupo y que me invitaba, supe que no podía tener un mejor regalo de cumpleaños. Por ello, el sábado me vestí lo mejor que pude, me bañé en perfume y contuve las ansias por practicar alguna que otra canción.
Al llegar al Palacio de los Deportes sudaba ya demasiado. Cuando aparecieron Mariana Ochoa, Lidia Ávila, Erika Zaba, M’Balia Marichal, Ari Borovoy y Óscar Schwebel estaba ansioso. Conforme pasaron cada una de las canciones, toda una época de mi vida paso poco a poco. Y aunque sonreía sin parar, también cierta nostalgia me iba invadiendo el corazón, provocando una dicha que pocas veces he sentido. Canté hasta quedar ronco, bailé (un poco), y vi (como dicen que sucede instantes antes de morir) cómo iba pasando mi vida desde aquel joven que soñaba con ser VJ de MTV hasta la persona que hoy tiene una familia y que ha dejado de quejarse a diario.
Muchas veces he hablado de mi gusto por el pop y en especial por OV7, también he dicho que en muchas fiestas bailé el "shabadabada-shabadabada", pero quizá nunca (y esto porque no me había dado cuenta) había agradecido aquella canción que le dio un buen rumbo a mi vida: "Vuela más alto".
Aquí la dejo, junto con la letra que me hizo persistir y alcanzar mis sueños. Es mi autoregalo de cumpleaños:
"La casa no es más que un lugar al que poder regresar cada vez que por un traspié necesitas que un poco de calor te obligue a volver al camino"...
Hace 1 año
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