miércoles, 2 de marzo de 2011


Hace algunas semanas mi esposa me preguntó por qué no escribía historias románticas. Íbamos en el tren suburbano y amanecía. Incluso, como muchas veces hace, inició a relatarme una trama al estilo de Orgullo y Prejuicio, sólo que Mr. Darcy, el protagonista de la novela de Jane Austen, en mi escrito sí besaba bajo la lluvia a Elizabeth.
Al ver mi cara de duda, volvió al ataque: “O una historia policiaca, tal vez deberías concluir ese relato en donde el investigador Pepe Franco intenta atrapar a los once”. Se refería a un cuento que una tarde planeamos escribir a cuatro manos, pero del que nunca encontramos la coartada para salvar a nuestros jugadores de soccer que se vengaban por un penal mal marcado y que les había costado no ganar la liga de futbol llanero.
La miré detenidamente. Quizás ella creía que analizaba su comentario. Me conoce y tenía razón. “Sabes”, le dije, “lo que pasa es que yo creo en eso de que uno no escribe lo que quiere, sino lo que puede, y yo sólo puedo escribir de mis obsesiones, del pasado que no alcanzo a comprender, de los relatos que les escuchaba a los adultos en las sobremesas de las fiestas donde no había más niños”.
Entonces, ya recordando un poco más mi Hijo de hombre y todos los cuentos que fueron necesarios para llegar a mi novela, me di cuenta que mentía. Yo no escribía de mi pasado, sino que seguía el camino que alguien me marcó hace mucho tiempo. ¿Quién es ese alguien? El que me ha dado las palabras y la manera cómo acomodarlas; quien me ha tomado de la mano y ha hecho que pueda teclear a veces buenas o malas historias; quien no me ha abandonado en esta obsesión que es la escritura, mi Dios.
Sé que hablar de religión es extraño, pero creo que esa costumbre me viene de las noches en que mi abuela nos contaba las historias de la Biblia. A lo mejor es porque en mi infancia siempre tuve a la mano una iglesia.
Ahora resulta difícil creer en la fe. La religión sólo se lleva en escapularios o pulseras; pero en mi infancia mi abuela me llevaba a la procesión del silencio y mi tía nos llevaba de paseo al viacrucis y mis padres hacían días de campo cuando íbamos de Pachuca hasta la iglesia de San Judas Tadeo, camino de Pachuquilla. Y esto provocaba que no viéramos ir a la iglesia como una obligación, sino como una forma más de reafirmar nuestra fe y de divertirnos.
Claro, he dicho que no escribo del pasado, y todo esto que relato ocurrió en otro tiempo. Pero también es cierto que mis letras se han transformado desde los primeros cuentos hasta Hijo de hombre.
Si es cierto que las personas viven únicamente para saber al final del camino quiénes son; creo que el libro que hoy presentamos simboliza un poco una parada en mi camino. Hace 15 años vino mi primera conversión, la sexual: pase de la infancia a la adolescencia y fui formando de a poco al hombre que hoy soy. Después vino la conversión ideológica, cuando abandoné parte de las costumbres heredadas y empecé a formar las que consideraba propias. Al final, una tarde en que pasábamos mi esposa y yo frente a una iglesia, entrar a misa puso la primera piedra de lo que después se convertiría en mi conversión religiosa, no porque cambiara de Dios, sino porque empezaba a asumir mi creencia.
Uno de los epígrafes de Hijo de hombre dice, citando a San Agustín: “Creo, por eso hablo. Señor, tú lo sabes”. Y yo creo que todo lo que está en la novela es sólo una forma de volver a mi pasado: a Hidalgo, a mi familia, a mis conocidos, a mi comida preferida; pero también al tiempo más reciente donde está mi esposa quien me ha acompañado y dado ánimos en estos años, quien me ha hecho comprender la bendición que es pasar las tardes a su lado y quien se encargó de limpiar mi alma (no sé si poco o mucho). Es decir, creo en lo que está escrito y en las situaciones de las que hablo; creo en esta noche que culmina una larga caminata al lado de cientos de personas, como ustedes, que me han hecho lo que soy; y creo, como le dije a mi esposa aquella mañana en el tren suburbano, que escribo de mis obsesiones, pero también de mis sentimientos. Así pues, este libro es mi corazón, ahí se los encargo cuando empiecen a leerlo. Sé que estará en buenas manos, pues quedará con mis amigos.
Muchas gracias.

3 comentarios:

JJ dijo...

Gracias por compartir el texto. Fue muy emotivo escucharte. Mejórate pronto.
Abrazos.

Anónimo dijo...

Ha sido emotivo y hasta sentimental ver parte de tu evolución como escritor (sabes que soy tu fan!) Compatir palabras, ideas, recuerdos y tus historias. El Hijo del Hombre es el principio... solo eso de todo aquello que tienes paa contar. Gracias en verdad por tu amistad, por tu afinidad de pensamiento y tus siempre palabras oportunas.
MR.
PD.: Saludos a Luisa y a Efraín!

mangelacosta dijo...

Gracias, Juanjo. El placer fue mutuo, el haberte visto ahí me dio confianza y me hizo comprobar algo que recientemente me dijeron: los verdaderos amigos se conocen en los triunfos, no en la cama y en la cárcel. jeje
Moni: Un placer ser tu amigo, compartir historias e ilusiones. Ojalá pronto podamos encontrarnos para terminar las pláticas que el trabajo no nos permite acabar por msn.