miércoles, 20 de octubre de 2010

Rompecabezas

En la adolescencia fui a muchos retiros espirituales. Las monjas nos hablaban de Dios, nos preparaban enchiladas de espinacas y queso fresco y después nos ponían a cantar plegarias y rezos. Alguna vez nos enseñaron la letra de "Vive", canción de José María Napoleón y recuerdo, incluso, que también nos hicieron aprender la versión en español de "The sound of silence".
De aquellos días, recuerdo las fogatas en donde quemábamos cartas con nuestros problemas, charlas en las que decíamos nuestros problemas de niños de 13 años, y recuerdo a algunas monjas que nos daban besos de supuesto cariño. Algo que también siempre tengo en mente, es mi intención de convertirme en sacerdote y estudiar filosofía (que creía era lo mismo que teología).
Entonces, por ese tiempo, nos decían que la meditación nos permitiría terminar con nuestros problemas, que la oración aligeraría nuestros espíritus y que cuando necesitáramos de un amigo le rezáramos a Dios.

(Cuando se nos acaba la nostalgia empiezan las preocupaciones)

Hace algunas semanas me encontré con El Negro. Semanas difíciles nos marcaban la cara. Pedimos dos cervezas y empezamos a hablar, sin ton ni son, sacando nuestros traumas: el dinero, el trabajo, la familia. Después de una hora ya estábamos listos para platicar también de lo que nos apasiona. Y así lo hicimos.
De camino a casa me quedé dormido, y aunque no lo noté, ya estaba más ligero.

("Ya me ha pasado la época de ser indulgente conmigo mismo; cuando se llega a mi edad sólo los idiotas y los que tienen vocación de esclavo condescienden a la indulgencia". Mario Rota, en El inquilino, de Javier Cercas)

Tiene más de un mes que acudimos a la hora santa en la iglesia de santa Úrsula. Había aceptado ir porque mi esposa llevaba insistiéndome varios días y ya no tenía pretextos que retrasaran la visita. El párroco (nuevo) había quitado todos los santos de las paredes, pintado el altar de rojo ("es la sangre del Cordero de Cristo que debemos seguir") y ostentaba una actitud más de histrión televisivo que de sacerdote. Un nudo de amargura se me asentó en la garganta. Pero cuando apagaron las luces de la iglesia y el incienso comenzó a recorrer el lugar y los rezos se murmuraron y todo quedó en calma, poco a poco fui sintiendo cómo el cuerpo cedía a esa tranquilidad. Respiré profundo y me quedé en una especia de sueño despierto.

(Somos implacables al criticar en otros nuestros mayores defectos)

Hace unos días Perla Guijarro defendía el derecho a sentirse triste, a la depresión. Decía que últimamente todo mundo tiene una actitud que pretende que todo va a ir bien, que todo mejorará; una especie de filosofía de la autoayuda o la felicidad. Argumentaba que a veces sólo quieres contar tus tristezas y no necesariamente buscas un consejo que te ayude a salir de ellas. Creo que tiene, en parte, razón.

(La vida se encarga de mostrarnos cuán pequeños son nuestros problemas y qué grandes son las bendiciones que nos manda por medio de la gente que nos rodea)

Será que con la edad uno va cayendo en las frases hechas que los adultos usaban en nuestra infancia, se va llenando de esas actitudes antes tan censuradas; pero de pronto comprendo más lo que me decían: "los problemas no se resuelven preocupándose, entonces, ¿para qué te preocupas?". Vuelvo entonces la vista al espejo y miro el vitiligo que otra vez ha aparecido, me sobo la pierna que ha comenzado a dolerme, agarro mi mano que tiembla sin control, me enjuago la sangre que escurre por las encías e intento no prestar atención a los granos que han vuelto a aparecer en mi muñeca. Luego, pongo agua a hervir y me preparo un té de 14 azahares (porque le pongo dos bolsitas), lo bebo mientras veo la tele y me quedo en silencio. Eso pasa en las mañanas, antes de que mi esposa surja luminosa de la recámara y llegue hasta la cocina y me pregunte en qué pienso. Niego con la cabeza sabiendo que no lograré engañarla, y enseguida empiezo a tararear casi en silencio: "vive feliz ahora mientras puedas, vive la vida intensamente, luchando lo conseguirás". Después me persigno y empiezo a desayunar: la vida debe seguir y debo intentar que sea más alegre que el día anterior... Un motivo muy fuerte me hace aplicar la autoayuda.

4 comentarios:

Rogelio Pineda Rojas dijo...

La enfermedad también es una queja. Pero no la que hace la conciencia, a través de nuestros pensamientos y rabietas, sino es la queja del propio organismo. Incluso es el enojo de la carga genética diciendo que es tiempo de mostrar esa malformación o condición crónica que realmente somos. ¿Quién eres, Miguel? ¿Quién es el que desea brotar y que sólo lo hace en una gingivitis, neuropatía o acantosis? Quizá hay un corto circuito entre mente y cuerpo. Saludos.

mangelacosta dijo...

Híjole, ahora sí qué chinga me pusiste. jeje. Puede que sea lo que dices o a lo mejor el exceso de trabajo y preocupaciones. En unas dos semanitas, que todo esté más tranquilo, veremos cuál de los dos era el motivo real. Un fuerte abrazo.

Anónimo dijo...

No juegues y eso que apenas es el primero y todavía ni lata da, por lo menos no a ti, jiji. Qué decir, que no haya dicho antes, ni hablar!!!!
LO

Anónimo dijo...

No juegues y eso que apenas es el primero y todavía ni lata da, por lo menos no a ti, jiji. Qué decir, que no haya dicho antes, ni hablar!!!!
LO