miércoles, 11 de agosto de 2010

Las campanas de la iglesia sonaron siete veces. Las monjas comenzaron a llegar en parejas, platicando muy bajo, pegadas a la pared, como si no quisieran que nadie las viera. Algunas parejas cruzaban la calle delante de automovilistas que les daban el paso. El cielo amenazaba con llover, pero nunca se decidió. Había un aroma a tarde tranquila, a café recién tostado, a elotes hervidos.
Nosotros estábamos sentados viendo hacia todas partes, comiendo una paleta de hielo (limón ella, tamarindo yo) y en un silencio gozoso que no queríamos interrumpir.
En la paletería de enfrente frieron papas a la francesa y después se la sirvieron a tres muchachas gorditas. Les echaron sal, catsup y Valentina.
—Y luego no quieren estar así—, dijo uno de nosotros y el otro rió.
El bolero, a nuestras espaldas, sacó otro cigarro Delicado y lo fumó como si en ello se le fueran las esperanzas. Al cabo de unos segundos un hombre (pelado al estilo militar) se sentó frente a él, tomó El Gráfico y comenzó a leerlo. Sus botas negras estarían relucientes a los pocos minutos.
En la fuente, a nuestra derecha, una madre joven jugaba a mojar a su hijo: le salpicaba gotas de agua verdosa y el niño se carcajeaba con toda la alegría que se tiene en la infancia.
—Yo creo que hoy terminamos de leer el libro—, solté mientras recordaba el cuento de la princesa que se libró de un dragón y de un novio, que al final no resultó príncipe, sino un patán.
Ella asintió y volvió a chupar de su paleta. Hizo ese ruido parecido al de un popote que vacía por completo el vaso con agua. Al pensar en la acidez de su paleta, sentí que se me escaldaba la lengua.
Por la izquierda se asomó una familia: tres niños, el padre y la abuela. Unos comían elotes y otros esquites. El más pequeño de los niños casi tropezó con la pierna de mi esposa, ella encogió las piernas y se sobó la panza.
—Ya no entendí. ¿Tengo 26 semanas o seis meses?
—¿Vas a empezar de nuevo con tus cuentas interminables?
Reímos. Y ambos, al mismo tiempo, sorbimos el último trozo de paleta.
La noche empezaba a invadir la plazoleta de Tlalpan. Dentro de la iglesia estarían en la consagración de la hostia. El bolero ya fumaba otro Delicado.
Nosotros nos levantamos de la banca y cargando la infructuosa sombrilla, comenzamos a caminar por las calles vacías. Disfrutando de la vida, del silencio, del olor a pueblo que tienen las tardes en Tlalpan.

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