lunes, 14 de junio de 2010

Las cosas empiezan a cambiar. Ahora ya no son suficientes mis palabras, las explicaciones esquivas, los monosílabos que llenaban mis respuestas. Las personas: mis amigos, mi familia, los parientes lejanos, ahora no hablan mi mismo idioma. Cuando yo digo, por ejemplo, “nervioso” ellos desencajan la cara y se me quedan mirando como si les preocupara mi salud, mi respuesta extraña. Si contesto “es raro”, la frase no los convence, sino que piden una explicación mayor, y yo, que nunca he sido una persona de muchas palabras, arriesgo otro enunciado: “a veces estoy eufórico, en ocasiones me quedo en la nada…” Pero ellos siguen sin comprenderme.
Si mis padres o mi hermana llaman por teléfono, preguntan a qué hora pueden encontrar a mi esposa, para mejor platicar con ella, pues mis palabras no terminan de darles la tranquilidad o la emoción que buscan.
Pareciera que no los puedo convencer de que mis sentimientos son auténticos, de que siento eso y nada más. Hablaré en concreto. Dije: “Dentro de todo, me siento bien, ella me ha dicho que debemos estar lo más relajados posible y así estoy”. “Sí, sí, entiendo”, mintió mi interlocutor, “pero debes sentir algo más, pensar algo más. Yo, por ejemplo… Bueno, las circunstancias eran diferentes, pero no puede ser que tú sólo…” Y así continúan, tratando de que sienta lo que ellos sintieron, intentando que piense lo que ellos pensaron. Hasta que termino con una frase que ha convencido a todos: “Pero ya nos urge tenerlo en nuestros brazos”.
Únicamente así logro que sonrían, con conmiseración, es cierto, pero dejan de extrañarse con mis frases que a veces son de desazón y otras de profunda tranquilidad.
Será que hemos caminado muchas calles juntos; que muchas noches planeamos el futuro; que las veces que se iba la luz preferíamos platicar en lugar de hacer el amor; que nos mirábamos mucho rato decididos a conocernos realmente; que han pasado más de ocho años en que aprendimos a decirnos todo con una sola frase, a darnos ánimo con tan sólo tomarnos de la mano…
Es extraño: las cosas parecen cambiar para todo el entorno, pero no para nosotros. Nosotros seguimos preparando de comer mientras vemos la tele, bajando a la tienda a comprar botana, viendo la tele (CSI Miami que a ella le encanta). Ella camina por la casa buscando cosas por arreglar y después olvida un anillo en el lugar menos pensado; guarda papeles en chamarras que se pondrá después de varios días sólo para encontrar el papel que tanto buscaba. Yo sigo leyendo libros en el Metrobús; continúo despertando a medianoche debido a sueños de un destino que no me convence.
Y así se nos van los días. Si acaso por las noches leemos un libro infantil, sonreímos como idiotas al ver un ultrasonido, tenemos nuevas palabras en la boca que sólo nosotros entendemos.
No sé, supongo que si no logro que los demás comprendan lo que siento es porque siempre me ha costado trabajo que entiendan mis palabras (que ahora suenan como un balbuceo).

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Amigo, qué padre tu relación con Luisa. Son dos seres que se aceptan como son, que se acompañan en lo cotidiano y también en este nuevo camino de preocuparse por alguien más. Quien viene en camino será un ser quizá de pocas palabras como tú, o que se dedicara a acomodar objetos, como suele hacerlo ella, pero será un ser de mucha mucha luz, porque literalmente es el resultado de una gran unión. No existe amor más sublime que el querer al otro tal cual es. ¡Felicidades a ambos por tenerse!

PECH.

mangelacosta dijo...

Pech, no sé qué decir. Quizá sólo: muchas gracias. Espero verte pronto.
Te mando el más fuerte de mis abrazos.