lunes, 26 de abril de 2010

En ocasiones como en la cafetería de la Facultad de Arquitectura. El viernes fue una de esas veces. Al llegar a la caja para ordenar, no me gustó el menú, la comida corrida, así que pedí una sincronizada y después de que apareció el número de mi orden en la pizarra, fui a recogerla. Saludé al chef, quien me preguntó qué había pedido. Le extendí mi ticket y me dijo: "Ahora sí la regaste, m'hijo". Luego tomó el plato de mi orden y agarró un pedazo de pastel de verduras (el guisado del menú) y lo trató de esconder en un lado de mi plato. Me sonrió. Le di las gracias, reiteradas, y disfruté de esa ración extra.
Recordé a muchos otros que me han cambiado los días: esos chefs, esos cocineros, esas meseras que me ofrecieron una sonrisa y me hicieron olvidar un mal día, el hambre, la carencia económica.
Hoy me gustaría regresar a todos esos sitios y darles las gracias, pero no sé si existas todavía. De mientras, valga la mención en este rincón.
1. Miguel, el veracruzano que guisaba en una esquina de División del Norte y Xicoténcatl. Sabía que llegaba al 10 para las 5, y en 15 minutos me daba la comida bien caliente, con guisado extra o un poco más de postre.
2. El calvo que parecía el malo de las películas de El Santo, que en Bolívar, en la colonia Álamos, me llevaba una jarra completa de agua de sabor, cuando en las demás mesas sólo servía un vaso.
3. La morenita flaca que en el Mercado Cuauhtémoc me servía muchas verduras y me daba tortillas recién salidas del comal, y no conforme con eso, sonreía cuando le dejaba 3 pesos de propina.
4. El chef de arquitectura, que me pregunta cómo me fue en el trabajo y me da el bistec más grande, le pone aderezo a mi ensalada, me desea buen provecho.
5. A doña Luzma, una casera de hace algunos años, que en las mañanas me regalaba una torta de chorizo o un licuado de papaya y dejaba en mi habitación un dulce, para que cuando llegaba por las noches, triste por cómo me iba la vida, tuviera al menos algo dulce.
6. A la mamá de la Chuy que una mañana nos hizo huevo con papas y no paró de insistirme en comer otro taco . No sabía que en la bolsa traía sólo dos pesos para el Metro y me preocupaba qué iba a comer ese día.
Son muchos, y ahora sólo me acuerdo de unos pocos. No cabe duda: qué bien sabe un taco, una sopa, cuando quien te la sirve te sonríe, te hace un gesto cómplice y jamás pide algo más que un simple "gracias".

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