miércoles, 10 de febrero de 2010

Evangelina Olvera es una mujer rubia que sube a los camiones a recitar poesía o contar cuentos. Dice que eso le ha permitido mantener a sus hijos y que le ha dado muchas satisfacciones, con excepción de cuando intentó leer un cuento de Guillermo Cabrera Infante y los pasajeros la mandaron callar y "ponerse a trabajar".
Esta historia, que aparece en Milenio, me hizo recordar dos cosas: la película El lado oscuro del corazón, en donde su protagonista se pone a recitar poemas a los conductores (quienes le regalan una moneda), y una idea de Guadalupe Loaeza durante la época de la huelga de la UNAM: que los estudiantes de Filosofía y Letras en lugar de gritar consignas, se acercaran a los autos a recitar algún poema.
También me acuerdo, una tarde en que había terminado con una novia (hoy mi esposa) cuando desesperado, con la ropa impregnada del olor rancio del cigarro y con la gastritis en su punto, subí a un taxi en División del Norte y Río Churubusco. Le dije al conductor que siguiera de frente y apenas arrancó comencé:

Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores. [...]

Y así seguí hasta que terminé el poema que ahora apenas recuerdo. El taxista temblaba un poco, me miraba insistente por el espejo retrovisor. Apenas llegábamos a Héroes del 47 le di 15 pesos y abrí la puerta aprovechando el semáforo en rojo. Encendí un cigarro y me sentí estúpido. Era mentira esa idea de que la poesía es capaz de hacer sublime un momento; de que es posible unir dos concepciones de vida a través de Neruda, de Benedetti, de Girondo...
Luego, jamás he intentado hacerlo de nuevo. Por eso, hoy que leía el caso de Evangelina Olvera pensé que era más la imagenería de alguien a quien le gusta la literatura y sueña con que la gente le ponga atención mientras recita un poema, narra un cuento...
Al menos yo, con el paso del tiempo, cuando los sábados por la mañana viajo en Metro y algún joven idealista sube a recitar "Me encanta Dios", le ofrezco una moneda con tal de que rápido pase al siguiente vagón y me deje solo con mis pensamientos, en esa tranquilidad interrumpida por sus palabras (la flojera en la mirada de los demás pasajeros me hace pensar que no soy el único que quiere que se vaya).
No sé, quizá sea un mal declamador, a lo mejor simplemente aquella ocasión escogí un mal poema...

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