Empezamos con insomnio, algo que nunca nos aqueja. Son noches en que por más que intentemos dormir, algo nos lo impide. Es eso y el despertar tan temprano, aun cuando estemos muy cansados.
También una manía que nos invade de a poco: bajamos el volumen de nuestra voz y nos comunicamos con medias palabras, con algunos gestos cuyo significado sólo conocemos nosotros.
Luego es ese calor corporal que nos provoca nostalgia por nuestra casa fría.
Qué decir de nuestras miradas que se estrellan con muros demasiado cercanos, que no pueden perderse en la inmensidad del paisaje que desde cualquier habitación de nuestro departamento nos es dada.
De repente todo comienza a parecernos mal: los pocos canales de televisión, los libros que no están a mano para consultarse, la música que no es la que a nosotros nos gusta. Después es el baño demasiado pequeño o demasiado grande, la cocina que no tiene lo que nosotros consumimos habitualmente, las habitaciones que no son nuestras (aunque hace muchos años y por una larga temporada nos hayan albergado).
Es decir, de repente nos miramos y sabemos que ese lugar no es nuestro, que no es que nos rechace, sino que otro nos llama: es nuestra casa que necesita que la habitemos y por más que extrañemos a nuestras familias, por bien que estemos pasando las vacaciones, debemos regresar al Distrito Federal y cruzar por Perisur, pasar por Tlalcoligia; necesitamos observar al padre Benjamín en su carro blanco, escuchar a las pocahontas gritar mientras bajan por las escaleras.
Todo puede ser perfecto, pero apenas pasamos la cuarta noche fuera de casa y nos es imposible permanecer otra más lejos de nuestra cama, de nuestras desnudeces matrimoniales, de nuestra rutina y nuestra vida...
Por eso llegamos y susurramos como en una disculpa "ya llegamos casita" y entonces todo vuelve a la normalidad.
Hace 1 año
1 comentario:
Jajajajaja, no cabe duda que hogar, dulce hogar.
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