lunes, 19 de octubre de 2009

Aún no suena el despertador y abro los ojos. Es domingo. Serán las 7:30, tal vez más temprano. Sonrío: demasiado. Quisiera despertar a mi esposa, pero no lo hago, simplemente me quedo viendo el techo y recordando el sueño.

Gran parte de mi infancia la pasé con mis primos, los Juárez Cano, que por una de esas historias de principios de siglo XX (hermanastros, herencias, papeles olvidados en una casa antes de salir huyendo) no comparten el apellido conmigo.
Ellos son seis (cuatro mujeres y dos hombres), además que mis tíos adoptaron (de palabra) a una muchacha más, la mayor de todos. Cada uno tiene dos nombres, uno de los cuales procede de la Biblia, y la mediana de mis primas tiene mi edad.
Su casa, enorme hoy en día, pero justo para albergar a tres familias provincianas (tiene huerta, una pequeña fábrica de zapatos, bodegas), era un mundo para mí. A veces los primos de la edad (Mari y Chinto) nos pasábamos horas viendo un pequeño estanque donde un niño había muerto años atrás. Recuerdo también cómo nos bañaba mi prima adoptiva en un baño que apestaba a combustible y a petróleo; los gallos que se nos echaban encima cuando bajábamos a la huerta, y un murciélago que tenía nu nido (¿los murciélagos tienen nido?) justo entre dos casas construídas sin ayuda de un arquitecto.
A mi primo, el segundo de arriba hacia bajo le decíamos Perico; a la más pequeña, Violenta. Hay una foto de hace unos veinte años (tal vez más) que recuerdo cada que pienso en ellos. Estamos todos los nietos frente a mi abuela, en un pasillo gris, un día de las madres. Chinto tiene el brazo enyesado, Perico un parche en el ojo y yo la pierna recubierta de yeso. Cada uno nos habíamos herido en diferentes circunstancias. Perico, como siempre, sonreía y su boca era una caverna en dónde sólo había algunos dientes. Por alguna razón, siempre andaba chimuelo.

Ayer, en sueños, bajé a la cocina de la suegra de mi tía. Ella y mi mamá calentaban tortillas hasta hacerlas tostadas. Había una olla de frijoles negros cociéndose y Perico comía un plato de mole rojo con arroz.
—Hola, Peri —le dije a un primo demasiado niño, 8, 10 años.
Él me saludo con un movimiento de cabeza. Y mientras me platicaba de Mari ("es todo un caso", me dijo) y de Chinto ("lo acaban de despedir, porque sus jefes son de esos derechistas explotadores") lo vi comer y limpiarse la comisura de los labios, pues el mole se le escurría por los huecos sin dientes.
Y me platicaba sonriendo, con esa voz tan dulce que tenía hace ya veintitantos años, y mientras presentía a mamá y a mi tía cercanas al comal, a punto de ofrecerme una torilla tostada, con sal, con un poco de mole, remojada en el caldo de los frijoles, en mi sueño sólo dije algo, algo con tanta convicción que me desperté.
—Soy muy feliz en este momento.

Así que al abrir los ojos aún tenía la frase en la boca y la repetí, cinco, diez veces la repetí. Y miraba el techo y esperaba a que el despertador sonara para contarle a mi esposa. Luego vino el baño, la misa, el desayuno y una tarde espléndida. A cada rato, por cierto, le comentaba a mi esposa: "Me sentí muy feliz en casa de mi tía, muy, muy feliz"...

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