sábado, 11 de julio de 2009

Sólo tengo treinta años. Y como el gato he de morir nueve veces. Ésta es la vez Número Tres.

Antier me puse delante de la computadora, pensando escribir una entrada para este blog. Sin embargo, no conseguí siquiera teclear una letra.
Era increíble que no pudiera hacerlo, que no pudiera sobreponerme al frío que me hacía tiritar desde la soledad matutina (sabía que la decepción de mi esposa era fundada, pero qué hacer).
Por la tarde, trabajando en casa, escuché a la hija de los dueños del edificio practicar para el baile de sus quince años. De pronto, el hombre que les está poniendo el vals (ensayan Thriller), les gritó furioso: "Vamos, quiero ver esa actitud de muertos". Me carcajeé (literalmente), no sólo por la expresión, sino porque si hubiera subido dos pisos y me hubiera visto detrás de la ventana, tal vez habría hallado el ejemplo perfecto de lo que le pedía a sus bailarines.
***
Ayer, por la tarde, harto de corregir un libro, me vestí y salí a la calle, con la promesa de que iría junto con mi esposa a las luchas. Quedamos que gastaríamos un poco de dinero con tal de olvidarnos de una semana difícil (su salud, el trabajo, la depresión).
Llegué por ella y se nos hizo tarde, rechazamos una invitación para ir a beber a la calle de Regina (a donde por cierto hemos querido ir a emborracharnos) y creí que terminaríamos como otros viernes: acostados antes de las once de la noche y viendo la tele. Planteamos la posibilidad de ir a Coyoacán, al centro de Tlalpan, ir a tomar pan y café con leche al Bisquets Obregón (ambos casi desechamos la idea por no sentirnos ancianos) o quizás ir a comer tacos y quesadillas a un puesto cercano a nuestra casa.
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Tomamos el metrobús en la estación Poliforum y durante el trayecto vinimos platicando y sonriendo, diciendo cualquier cosa. En un momento dado ella me dijo que así le gustaba, con esos pequeños destellos que habían sido tan parte de mí. Entonces recordé esa vuelta al pasado que parece que transito: el corte de cabello, el regresar a algunos lugares, el frecuentar a ciertas personas, el soñar con algunos proyectos, el no desanimarme ante las malas noticias.
A lo mejor mucho de esto tiene que ver una frase que antier me dijo mi esposa (me quejaba de unos jóvenes quienes no terminan de llevar a papel sus ideas):
—Lo que pasa, es que tú has dejado de soñar.
Sentí que los avances se desvanecían ante tal frase lapidaria, pero ante la imposibilidad de volver sin aprender de los errores, lo tomé como un impulso.
Por eso anoche, cuando ella refirió esas cosas de mí, en el pasado, que tanto le gustaban y que hoy no pongo tanto en práctica, pensé que la vuelta al origen, al pasado, debe tener una función de ser. Y recordé de inmediato ese fragmento del poema de Silvia Plath que da título al post.
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Sin saber aún a dónde ir, bajamos en la estación Santa Úrsula. Recién había visto una luz encendida y le pedí que fuéramos hacia allí. Eran un comercio nuevo, una pizzería que se antojaba para estar en otro país.
Una mujer salió para invitarnos a pasar (tal vez vería nuestra indecisión, esa mirada que a veces tenemos y que indica que sólo necesitamos un pequeño empujón para animarnos a tomar una decisión). Yo sentí pena de rechazar su invitación, así que entramos. Y apartir de entonces todo se clarificó: nuestra plática sobre los proyectos a futuro, sobre el presente que empieza a tener una dirección; agradecimos la delicia que probábamos y aunque no quisimos emborracharnos, tomamos cerveza de barril y nos quedamos, por muchos instantes, simplemente viendo el fuego que se asomaba del horno donde cocinaban las pizzas. Estábamos alegres y serenos.
Luego llegamos a casa y fumamos, escuchamos música y seguimos hablando como si ya nada importara. Ella dijo entonces otra frase de esas que a veces me hacen pensar tanto, de esas que ella inventa para justificar un libro (buscando una frase por ella dicha, leí Orgullo y prejuicio buscando la página donde ésta aparecía. Al final concluí que mi esposa había condensado y agrandado a Jane Austen)...
Nos fuimos a dormir y descansamos como hacía mucho tiempo no hacíamos. No hubo despertador que sonara, no hubo prisas y no hubo reclamos por mi insistencia para que ella se levante.
Cuando ella abrió los ojos, quizá no se dio cuenta, yo leía a José Carlos Becerra.
Un libro de poesía, como en el pasado...
¿Será esto la dicha?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No hay mal que por bien no venga!! Y espera, el tiempo siempre trae algo bueno...


Un abrazo para tí y Luisa.

MR.

Anónimo dijo...

Hola, espero que ya estén bien de salud y de ánimo los dos.

besos
Mart