viernes, 17 de julio de 2009

Entramos al primer lugar que vemos cuando sentimos la lluvia sobre la cabeza: un Dunkin Donuts, pero está lleno y no hay dónde sentarse. Salimos corriendo y vemos otra luz que se extiende hacia la calle. Abrimos la puerta y ya estamos a salvo de la tormenta: es un restorán vegetariano.
Vemos la carta y nada se nos antoja, pero por arriesgarnos un poco a probar, El Negro pide una michelada (sin alcohol) y yo un clericot (sin alcohol). Para escoger había, además, sólo jugos, aguas y café.
Nos traen la orden y empezamos a platicar y a experimentar con mi celular. Así se nos van los minutos. Pedimos dos micheladas más, sin alcohol, y cuando estamos a medio vaso, le digo al Negro:
—Ya he de estar viejo. Se me antojó tomarme la cerveza acompañada de un pan dulce, de los de esa charola.
Me paro y tomo un cocol.
Luego él me enseña algunas fotos familiares, de la fiesta de tres años de su hijo (el menor) y observo a mi amigo sosteniendo un palo, fumando, animando a los niños a pegarle a la piñata. Se ve flaco y trae la camisa a medio salir.
—Ya soy todo un señor, chale.
Y se lamenta algunos minutos.
Afuera llueve, es de noche, no tenemos alcohol en las venas y tenemos ganas de hacernos los mártires.
Pero seguro nadie nos cree.
Pagamos y salimos a la noche. Fumamos tranquilamente mientras caminamos por la Zona Rosa, hablando de pagos, de televisiones de plasma, del Wii, de tantos sueños (tal como hacíamos hace 15 años cuando por la madrugada íbamos a correr y a platicar sobre el futuro que sería nuestro).

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