sábado, 2 de mayo de 2009

Estamos en el comedor. Ella me mira quizá preguntándose en dónde está mi pensamiento. Delante mío tengo un vaso con whisky (en las rocas), y recién he terminado de fumar un cigarro (¿lugar común?). Hasta que de repente ella me dice que debería escribir sobre el whisky (hemos estado hablando de creación literaria, de mis dudas sobre lo que escribo, de la forma adecuada de hablar por teléfono con alguien a quien no frecuento desde hace casi cinco meses, a lo mejor seis).
Y creo que su propuesta es interesante, tal vez escribir sobre por qué se me ocurrió tomar whisky a estas horas, en estas circunstancias (una canción de Pablo Milanés en la radio está undiéndome en la melancolía).
Y empiezo a imaginar, a recordar, y me veo frente a un tocadiscos viejo, en una casa extraña, muy borracho, abrazando a una persona, mientras escuchamos a Fito Paez. Él se queja de su situación, mientras yo trato de darle consejos, decirle cosas que yo mismo no creo, pero pienso son las apropiadas (algo acerca de que a los padres no se les debe juzgar). Y así pasan muchos minutos, canciones (que lo mismo son de Sabina, que del compositor de Ricky Marti -nunca he de recordar su nombre-, las hay de Aute, de otros que ahora no puedo nombrar; y de repente ha de llegar esa que nos hizo aliados en un viaje a Guanajuato, que provocó nos detuviéramos en una carretera a fumar un cigarro). Hasta que de pronto salgo de esa pequeña esfera en la que estamos él y yo y observo a su padre mirándome, escuchando con atención cada una de las frases que le he dicho a su hijo (¿qué habrá pensado?). Luego, el padre lo tomará del brazo, le dará un abrazo y permitirá que mi amigo llore un momento en su hombro. No mucho, sólo los segundos suficientes para que nadie en la fiesta (pues estamos rodeados de mucha gente celebrando un cumpleaños) note lo que pasa.
Cuando mi amigo está más tranquilo, volvemos a sentarnos frente al tocadiscos y bebemos primero una botella de Malibú y ya cuando nos creemos casi hermanos, él destapa un Jack Daniels del que bebemos hasta quedar exhaustos...
Esa noche hubo más peleas, entre amigos, salimos a la calle y ahí fumamos muchos cigarros, él alego con un muchacho flaco y alto... Lo que vino después no vale la pena mencionarlo (en la fiesta, me refiero).

Después, regresé algunas veces a su casa, nos desconectamos uno del otro por varios años, y hace poco con el reencuentro nos dimos cuenta (yo me di cuenta) de cómo una botella de whisky aquella noche había creado entre nosotros un vínculo.
Por eso, en esta noche de sábado, después de que mi esposa me ha sugerido hablar del whisky realmente no he querido hacerlo, sino mejor escribir un poco de él, mi amigo, quizá sólo como una forma de acercármele, pues en realidad quisiera llamarle por teléfono y hablar por horas de libros, de autores (como en algún tiempo hicimos), pero ahora estamos en esos periodos en que a lo mejor debemos estar lejos y cada que nos hablamos proponemos citas que bien sabemos no han de llegar pronto; nos mentimos prometiendo llamadas...
Veo el teléfono y no me atrevo a descolgarlo, pues no quiero nuevamente hacer una llamada en un momento inapropiado (él sabrá a qué me refiero)...
Tal vez un día... quizá en otro momento... a lo mejor cuando llegue el tiempo...

1 comentario:

Rogelio Pineda Rojas dijo...

Las llamadas nunca cumplidas y las citas que jamás ocurrirán son monedas de uso común. A mí me pasa seguido. A veces por flojera otras tantas por decidia o inseguridad no fijo esas citas con los amigos y cancelo con frecuencia. Es normal que en ocasiones no queramos tocar nuestros recuerdos, dejar intacta su pátina; para qué afearlos con historias añadidas, tan bonitos que se ven sin la mácula del presente...
Pasé por aquí para agradecerles la excelente charla y comida del viernes. Muchas gracias por compartir su casa y su tiempo.
Saludos.