jueves, 5 de marzo de 2009

El primer recuerdo que tengo es su mirada desdeñosa. Estaba sentada en un pasillo del Edificio B de la Facultad de Ciencias Políticas. Vestía pantalón de mezquilla y un chaleco, el cabello lo llevaba amarrado en una trenza. Reía.
Luego, fue aquel discurso en el cual aborrecía de las tres personas que nos integrábamos a un equipo que ya estaba completo.
Después, las pláticas que nos impedían llegar a tiempo con los novios respectivos.
De esa fecha a hoy han pasado diez años.
Mi madre dijo cuando la conoció que no era Ella. Y ella aún hoy lo recuerda. No se ha dado cuenta que la de hoy no es la de antes, que si pudiera compararse una con otra son dos personas en nada parecidas.
De aquella que fue conserva su manía de desvelarse viendo la televisión, su risa que destempla los oídos más resistentes, su mirada que da vida o muerte. Quizá también se parezca en su envoltura: en ese lunar en la espalda, en su costumbre de hablar con las manos y cantar a voz en pecho cuando vamos por la calle. A lo mejor, y de esto no estoy muy seguro, todavía sea fanática del Chavo del Ocho, del América y del PRI.
Ya es otra persona. Incluso sin que ella se dé cuenta. ¿O habría imaginado alguna vez adorar a los niños, querer tener un hijo, tener una bolsa de marca, haber cambiado los Convers por los Tommy, tomar agua en lugar de refresco, comer verduras y no pedir la comida sin cebolla o ajo? ¿Habrá pensado que podía cocinar muchas más cosas que un atún con mayonesa (simplemente con mayonesa), hacer manualidades, escuchar pop, caminar por horas, vivir lejos de sus padres?
¿Qué queda de aquella mujer que estudió para ser educadora, que leía La Jornada, que prefería los camiones a los carros (y hoy piensa en comprarse una camioneta); de quien se hacía la fuerte siempre, de la que tenía opiniones siempre definitivas, que odiaba la poesía?
Hace días cumplió años. Bailó, rió, cantó, bebió.
Ayer cuando mencioné su edad me equivoqué y horas después ella me corrigió. La edad de Cristo (le han dicho sin que yo termine de entender por qué), 33 años en los que ha dejado de ser una charala para ser una panzas, que ha dejado de llorar por las noches al sentirse lejos de casa, que ha renacido aún sin haberlo notado.
Hace diez años que la conocí, y creo que ya entonces nuestra suerte estaba echada.
Hay un verso que a lo mejor fue el primero y que aún me hace pensar en ella. Sirva a modo de felicitación y de añoranza por lo que fue y sigue siendo cierto:

En un lugar de tu vientre
de cuyo nombre no puedo acordarme
deposité la negra perla de la demencia
[...]

(cito de memoria, que conste)

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