sábado, 27 de diciembre de 2008

Lo primero: pensar en Penélope. No sé me ocurre otro símil.
La historia me la cuenta mi esposa, ya que no pude ir al entierro (por demás triste al tratarse de un familiar: El Patas, El Robin).
El Robin era taxista en el Estado de México, era pues, el chofer de toda su familia. Sólo era cuestión de hablarle por teléfono y ahí estaba: con su taxi y siempre con una sonrisa enorme debido a sus grandes dientes.
Pero la histora es otra: En el panteón, luego de que toda la familia ha llorado, después de que los padres de El Patas, que sus hijos y nietos, de que su esposa, han dejado el panteón, una mujer se acerca a la tumba recién cerrada. La tumba está al pie de un árbol, y el panteón es el de La Loma. Algunos deudos aún lloran, y entonces llega Penélope, el amor de juventud que El Robin dejó para casarse con su ahora viuda. La acompaña toda su familia, a esa mujer ya vieja, sola, soltera... Va con su sobrino tomada del brazo (esos bastones humanos que en esos casos son necesarios), y llora, llora con la misma desesperación que la viuda ahora ya lejos del panteón, que los hijos y nietos ya camino a la vida diaria, que los padres que han de soportar este dolor pues la vida sigue, pero la tristeza se queda. Y ella ahí, la novia de juventud que sufre para sí misma, ante la imposibilidad de que un día El Patas regrese a ella, que llora casi en silencio para no molestar a los deudos del Patas (aunque ella misma es un deudo) y se hinca junto a la tumba y acaricia la tierra recién removida y toma un clavel blanco, mira a su sobrino como pidiéndole permiso para llevarse un poco del hombre con quien soñó por más de 24 años, de quien añoró el regreso, y el sobrino sólo asiente, y mientras la tarde comienza a hacerse fría y el sol a ocultarse, ella besa la blanca flor y sale del panteón llorando...

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