jueves, 13 de noviembre de 2008

El departamento era oscuro, estaba sucio y no se parecía en nada al que me había descrito una voz de mujer a través del teléfono. Pero yo le veía posibilidades, sobre todo porque representaba la tabla de salvación. Cuatro días después abandonaría la casa paterna y me urgía encontrar un lugar donde empezar lo que sería mi nueva vida. 
La chilena era de baja estatura, pelirroja y hablaba muy rápido. También a ella le urgía conseguir un compañero de cuarto, pues estaba en una crisis económica que nunca superaría. Quedamos que yo llevaría algunos muebles, un librero, tal vez pudiera comprar un refrigerador, y ella que en cuanto le mandaran de Chile dinero pondría algunas otras cosas para hacer el departamento más habitable.
El primero de enero, cuando llegué, sospeché que había cometido un error. Por la noche llegó el exnovio de la chilena, también chileno y admirador hasta el tuétano de Pablo Neruda, y me invitó una cerveza. Pasó en aquella casa algunas noches, supongo que cuidando las pertenencias de la chilena, y todas ellas, las noches, me refiero, se tomó dos caguamas antes de dormir: "no hay nada como la cerveza mexicana", me dijo un día.
Cuando la chilena volvió traía con ella a un gringo que poco sabía de hablar en español. Era su nueva pareja, quien sería el padre del hijo que cuatro meses después se enteraría esperaba, y el hombre con quien platiqué muchas noches sobre ciencia ficción y la Biblia.
El gringo vendía crepas dulces en Filosofía y Letras. Las pocas palabras que aprendió en español eran los ingredientes que necesitaba para preparar las crepas y que iba a comprar hasta La Merced. Se masturbaba cuando la chilena y yo no estábamos, fumaba mariguana y tenía relaciones sexuales sin condón, pues siempre había sido impotente -le confesó en Mazunte a la chilena, recién conocidos. 
La chilena estudiaba actuación, era hija de terratenientes y le gustaba pasearse semidesnuda por el departamento. Andaba por la ciudad buscando un hombre que la rescatara y creo que la última noche que pasamos juntos fue en realidad la única vez que la pude conocer.
En mayo ella regresó a Chile. Días antes el gringo, quien decía ser ex militar pero en realidad era exconvicto -según confesión de los padres que una vez lo visitaron aquí en México-, se había ido a Canadá a ganar algunos dólares para después mandar dinero a Chile para que su esposa y su bebé lo siguieran en su aventura.
Entonces todo fue a pique: el departamento era deprimente, la chilena se había llevado algunos de mis discos y algunos de mis libros, el bóiler no funcionaba y a cada instante faltaba el agua. Además, el dueño del departamento, con las llaves de la chilena, entraba constantemente junto con una "prima", oía mis discos e incluso rompió algunos. Por ahí del día 20 me dijo que debía desalojar el lugar.
El 25 de mayo lo pasé a oscuras, en medio de aquella soledad, sólo acompañado de una botella de tequila y de quien hoy es mi esposa.
Tres días más tarde, llamé una mudanza y saqué todas mis cosas sin avisarle al dueño: quería que le pagara adeudos que la chilena tenía con él desde dos años antes.
Al pasar por la caseta de vigilancia me pidieron que firmara mi salida. Anoté el nombre del escritor que en ese momento más admiraba: Oliverio Girondo. Así sería imposible que un día me encontraran.
¿Y a qué viene todo este cuento? Que dentro de pocos días subastarán una lista de un hospital londinense donde firmó una mesera llamada Elle Ribgy, quien supuestamente sería la mujer que inspiró a McCartney la famosa canción Eleanor Rigby. La subasta será en beneficio, y eso es bueno.
En la mañana, mientras escuchaba la noticia, pensé qué pasaría si un día vendieran aquella lista firmada por un Oliverio Girondo ya muerto, que habitaba la Ciudad de México en 2001. Reí, pues fin de cuentas: "No sé, me importa un pito" (fragmento de Espantapájaros)...

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