lunes, 29 de septiembre de 2008

I
Cuando sólo falta una cuadra  le digo a mi esposa que si gusta, mejor vamos al cine. Ella inventa un pretexto. Así que terminamos de llegar y apenas ponemos un pie dentro del Colegio Nacional nos topamos con él. En diciembre del año pasado escribí aquí que lo conocimos en Oaxaca durante una noche en que caminamos mucho buscando las tlayudas de Libres.  
Estaba ahí, con traje negro y en cuanto nos vio, sonrió.
—Nosotros te conocemos —le dijo mi esposa—, en Oaxaca te conocimos.
—Claro, en las tlayudas —dijo él y entonces pareció que fuéramos grandes amigos—, andaban celebrando su aniversario ¿no?, trabajan en una revista de médicos. ¿Qué hacen por aquí?
—Venimos al homenaje de Octavio Paz, a ver a José Emilio Pacheco, en realidad.
Entonces pasamos al salón de actos con la promesa de que si nos esperábamos, él nos daría un recorrido por el Colegio Nacional al finalizar el evento.
José Emilio leyó un texto de Ramón Xirau -el poeta se encontraba en España en otro homenaje a Paz.
—Lee igual que en el disco: mal —dijo mi esposa.
Le hice una seña de que se callara y escuchamos a Enrique Krauze -el otro ponente.
—Si estuvieran en un concurso de oratoria, ya le habrían ganado a tu maestro —broméo nuevamente.
Hasta que José Emilio comenzó a platicarnos de mil cosas, brincando de un tema a otro, originando risas, chacoteos, causando que el público le aplaudiera al final de sus más de 25 minutos -"fueron 15 minutos, como lo prometí", dijo, "aunque claro, cada quien tiene sus 15 minutos, cada quien los mide como puede", remató.
Luego empezaron a levantarse todos y una fila de personas con libros en mano acudieron hasta donde estaba José Emilio Pacheco.
Mi esposa salió al baño y yo pensé que era una lástima no llevar un libro para que me lo autografiara. Consulté el reloj y vi que ya era inútil salir a la Porrúa, pues estaría cerrada. Así que me conformé con acercarme a José Emilio con la vana esperanza de que cuando la gente fuera menos, pudiera sacarme una foto con él, tan impersonal como en la que Pacheco aparece detrás de Borges durante su visita a México.
La gente fue haciéndose más. Decidí ir a ver los libros de Paz que estaban rematando y cuando mi esposa me alcanzó le dije que nos fuéramos.
—Vamos a despedirnos —, pidió, y yo, de mala gana, acepté: "nada más de lejitos le decimos adiós".
Él, nuestro conocido de Oaxaca, estaba detrás de Pacheco, custodiándolo. 
Apenas vio a mi esposa se le acercó y camino junto a nosotros al tiempo que nos despedíamos. 
—Miren, les presento a "x", la directora de "x"—y nosotros mucho gustó y él que era una pena, porque nos había prometido darnos un recorrido, pero si ella aceptara, y entonces ella condeciende y ya de pronto estamos en las áreas "prohibidas" viendo aquel ex convento, escuchando todas las explicaciones de ese hombre bajito, moreno, rechoncho, con dientes de oro.
Hasta que volvemos, sorprendidos por todos los datos que maneja, al lugar donde Pacheco en esos momentos se despedía de Marie-Jo Paz. "Lo he visto más de cerca", pienso y me siento afortunado.
Luego, nos presenta a su hermano, también moreno, aunque mucho más alto, y nos detenemos frente a él, a la salida de los baños. Hasta que, El Colegio Nacional casi vacío, sale José Emilio Pacheco y él, nuestro guía, nos  vuelve a presentar.
—Maestro, les presento a... los conocí en Oaxaca, trabajan en una revista de médicos.
"Mucho gusto, maestro" esboza mi esposa y extiende la mano. José Emilio se turba y cambia su bastón a la mano libre, se rebusca entre las bolsas y saca un pañuelo, se seca las manos, acepta el saludo de mi esposa: "yo trabajé también en una revista médica". Yo extiendo la mano y casi hago una reverencia, siento su palma aterciopelada, miro sus enormes ojos detrás de los lentes. Me suda todo el cuerpo. 
—¿Y eso? —pregunta mi mujer.
—Para ganarme la vida —y José Emilio nos sonríe, sólo a nosotros; nos mira sólo a nosotros; nos platica sólo a nosotros.
Caminamos junto a él algunos pasos, nos dice el nombre de la revista en la que trabajó, su lengua pequeña masculla un hasta luego y lo vemos encaminarse hasta la biblioteca, donde Consuelo Sáizar ya lo espera.
Estamos absortos.
II
Salimos del Colegio y nuestro oaxaqueño sigue al lado, nos hace ver una águila imperial de Porfirio Díaz que corona un edificio de Donceles, nos cruza la calle para apreciar los candelabros de otro edificio -de la SEP-, critica a los perredistas por haber destruido otro edificio más, y cuando pasamos frente al Hotel Catedral nos presume la terraza del hotel: "pueden ver todo el Centro Histórico. Es hermoso".
Un hombre parado en la entrada del hotel asiente, el oaxaqueño le hace la plática y un minuto más tarde ya estamos dentro del hotel: él saluda al policía, le dice "preciosa" a la recepcionista y mientras viajamos en el elevador -vamos a ver la terraza- nos cuenta que un día Tomás Mojarro platicó que entrando a México un patrullero lo detuvo, le dijo que estaba cometiendo una infracción y cuando Mojarro sacó su reglamento de tránsito para que le indicara qué infracción había cometido, el policía sacó su pistola.
—Ese día aprendí —nos cuenta con su hablar rápido—, que quien tiene el poder tiene la autoridad.
Y ya estamos maravillados viendo las luces del centro histórico, mientras él nos indica qué cúpula es la de El Carmen, cuál la de San Pablo, cuál la de la iglesia de...
—Una vez que vino García Márquez hubo tanta gente que no podíamos sacarlo del Colegio. Entonces fui con el líder de los ambulantes y le pedí de favor que nos abrieran la calle. Él tenía el poder, y yo lo conocía. Diez minutos después, García Márquez salió por Argentina -la calle- con un escuadrón de policías, en su camioneta, sin ser molestado: quien tiene el poder, tiene la autoridad.
Y así continúa con la plática, hasta que ya estamos de nuevo caminando sobre Donceles y nos dice que hasta ahí llega. Un valet parking, apenas lo vio, le ha le traido su carro.
—Supongo que nos veremos en octubre-noviembre, para las charlas del maestro —nos pregunta.
Nosotros acentimos y con un poco de pena, mientras estiramos la mano para despedirnos, le preguntó cuál es su nombre, pues es difícil y se me ha olvidado. "Gamaliel", contesta. Y yo le digo chistoceando: "me voy a acordar por el nombre del mariachi"; y él: "no, ese es Gama mil".

III
Damos media vuelta y nos perdemos en la noche del centro histórico, pensando en lo maravilloso que hemos vivido, atribuyéndolo a un influjo cósmico, tal vez a una intervensión divina.  Conocimos a José Emilo Pacheco, platicó con nosotros unos segundos, entramos a lugares de acceso restringido, se nos llenó la vista de esta Ciudad de México hasta entonces desconocida, escuchamos mil aventuras, descubrimos otras tantas...
Le comento a mi esposa que el año pasado, cuando escribí sobre Gamaliel, lo hice ver como una aparición, como un ser fantástico, pero entonces, este viernes, lo veo como alguien más que especial.
Y ya cuando andamos por Allende, suelto en voz alta: "claro, cómo no lo pensé antes: Gamaliel, como el arcángel", mi esposa no entiende a qué me refiero. Yo guardo silencio. 
...Gamaliel, que en hebreo, es "la recompensa de Dios".


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