viernes, 8 de agosto de 2008

ring... ring...

Llega un momento en que se le empieza a tener miedo al teléfono. Papá decía que su miedo comenzó hace diez o doce años, y que por eso procuraba nunca contestar las llamadas a menos que fuese el único en casa. Me platicaba que cada timbrazo era una especia de clave morse que lo alertaba sobre la posibilidad de que la abuela, su madre, hubiera llegado al hospital, hubiera sufrido un accidente o hubiera sido visitada por la muerte (Su padre murió cuando el tenía 28 años, y tuvieron que pasar casi 30 años para que nuevamente recibiera esa llamada fatal).
A mamá le ocurría algo parecido, y cada que el teléfono gritaba su tono después de las diez de la noche temía que fuera una desagradeble noticia sobre la abuela, su madre. Muchas de esas llamadas las contesté yo, otras tantas mis padres y siempre tenían ese desagradable efecto de alterar todo el mundo a nuestro alrededor.
A mí me pasa algo parecido. Hay ocasiones en que llamo a casa de mis padres y no responden a mi llamada, por eso, cuando diez minutos, una hora o un día después suena el timbrazo siniestro, temo alzar el auricular y dejo que suene insistente antes de reunir el valor suficiente para descolgar.
Creo a muchos de mis amigos, los que rondan los 30-35 años, empieza también a darles miedo el teléfono y su voz de alerta. Y hay ocasiones en que si bien no se convierte en ese gritón que nos avisa sobre una desgracia, si es el medio por el que nos enteramos de eso que tanto detestamos oir: un problema familiar.
Quizá por eso hay tardes lluviosas, días soleados, noches tranquilas, en que suena un timbrazo y me veo tentado a jugar al sordo, pero ante la posibilidad de que eso provoque un mayor problema, siempre termino por contestar.

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