miércoles, 25 de junio de 2008

He estado hablando demasiado tiempo y eso está mal: siempre termino por sacar a flote mis pequeños pensamientos dispersos y al tratar de hilarlos me encuentro con ideas raras que ni siquiera a mí terminan de convencerme. Ella me mira extrañada (no sé si porque hablo mucho o por lo que digo), bebe su café y trata de seguir las frases que suelto, hasta que:
—Creo que me estoy volviendo loco. Bueno, sino loco, sí anormal.
Y ella sonríe, pues sabe que esos enunciados son productos de que lleve tanto tiempo supuestamente reflexionando.
—En serio —le digo como para convencerla—, cualquiera pensaría que no, pero si sigues mis manías, si recuerdas todo lo que he dicho y le quitas esa parte de fantasía que siempre creen que tengo en mis recuerdos, resultaría un loco. Incluso te puedo poner ejemplos —la reto para tal vez convencerme a mí mismo.
Ella no dice nada, sólo me mira. A lo mejor le divierte el verme con las manos inquietas, buscando un cigarro que en ese lugar no puedo fumar. Tal vez le causa gracia el que mueva las manos nerviosas y las pase sobre la frente, que cierre un ojo de una forma familiarmente extraña. Pero ella sigue ahí, escuchando cómo desvarío, cómo voy de Chucho Ramírez, a Ciro Gómez Leyva, a José Emilio Pacheco, a un poema en particular, a esa búsqueda en el fondo de mi pozo, a los recuerdos infantiles... Hasta que de repente, no puedo asegurarlo, entra una mujer con bata de doctora al café y siento que debo atraer la mirada de mi esposa sobre todas las cosas, no vaya a ser que se dé cuenta de la nueva presencia, me bese en la mejilla y lleguen a ponerme una camisa de fuerza en esa noche que aparenta estar tan tranquila.

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