martes, 29 de abril de 2008

Alejandro Toledo

A los pocos meses de casado renuncié a uno de mis trabajos. Entonces comenzó lo que sería una larga e infructuosa búsqueda. Acudí a varios periódicos y revistas a dejar mi currículum, pero lo más que conseguí fue que el policía de la entrada a estos medios me sonriera después de entregarle un fólder donde yo depositaba mis esperanzas.
Un día, harto de ni siquiera poder acceder a los edificios, le mentí a la recepcionista de El Universal: dije que buscaba al editor de Bucareli 8, del que sólo conocía el nombre por haber leído el suplemento en algunas ocasiones.
Accedí a lo que para mí fue un laberinto de oficinas. Después de varios minutos de andar perdido llegué a las oficinas de Bucareli 8 y aguardé otros tanto para que el editor me recibiera.
El hombre: bajo de estatura, rechoncho y un poco calvo, me recibió sonriente. Pidió que perdonara la espera, pero estaba ultimando unos detalles con Eko, el caricaturista.
Le dije que buscaba trabajo, que me había dedicado a la divulgación de la ciencia y que tenía en mi historial un diplomado en la SOGEM (entonces era de lo que más me enorgullecía). Él, también aficionado a las letras, según creí, se puso a hablar de Cortázar, de Efrén Hernández y de un libro de ciencia que le gustaba: Cazadores de microbios.
No, no lo había leído, le confesé, sin embargo él no le dio importancia al asunto y me dijo: "Bueno, ¿y qué me propones?". Tomado fuera de lugar le planteé una columna donde se entrevistara a científicos desde un punto de vista humano, casi casi literario (¿?). Él aceptó.
Realicé tres entrevistas y se las llevé, él las aprobó y cuando (tras algunas semanas) prometió mandar un fotógrafo para empezar a publicar mi trabajo, el suplemento llegó a su fin. Nunca regresé a verlo.
Tiempo después lo descubrí publicando en Milenio (Los pasos perdidos se llamaba su columna) y me convertí en su fiel lector. Más tarde, buscando cursos para entretenerme por la tarde, llegué a Casa del Libro donde él impartiría un curso sobre novela corta, que para mi mala suerte no se llevó a cabo. Él recordó mi rostro e intercambiamos algunas frases (me preguntó si seguía escribiendo, pero como entonces pasaba por un periodo de sequía de letras no supe qué contestarle). Luego lo vi marcharse y perderse por la colonia Roma.
Hace unos meses, me topé con algunas entrevistas que hizo sobre Fransciso Tario y Efrén Hernández, después descubrí un libro compilado por él (El hilo del minotauro) y desde hace días busco y rebusco la sección de cultura de Diario Monitor con la esperanza de que el editor escriba algo.
A veces busco en internet noticias suyas e incluso en ocasiones accedo a su blog, pero cada que me pienso su nombre no lo relaciono con un escritor, sino que recuerdo a ese hombre menudo que una tarde se sentó a conversar con un desconocido (conmigo) sobre literatura, sobre ciencia, sobre un posible trabajo... y me devolvió las esperanzas (sin siquiera saberlo): de que ese día podía ser mejor, que al llegar a casa esa vez no le diría a mi esposa que había tenido mala suerte al buscar trabajo y entonces sacara un Delicado y me pusiera a fumar tristemente.
Hoy, supongo que andará caminando por la ciudad como los personajes de su admirado James Joyce, con alguna de las Voces de Antonio Porchia en la lengua, pensando en esos escritores "raros" que ha estudiado y pensando, siempre pensando...

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