martes, 22 de enero de 2008

Es tarde, casi las ocho de la mañana. Amanecimos muy temprano, pero el quehacer, el planchar la ropa, el ver la televisión... en fin. Es tarde y no aparece ningún taxi. Propongo caminar un poco, y en seguida la discusión (provocada por los nervios, por el "posible" despido), hasta que estiro la mano y se detiene un taxi "pirata" (¿acaso todavía hay taxis regulares?)
Y empezamos a platicar: del trabajo, de los compañeros, de los sueldos. Lo hacemos en voz baja, casi para no interrumpir las canciones norteñas que salen de las bocinas. Hasta que el chofer interrumpe: "Le hubiera dado un zape" y volteamos a nuestro alrededor tratando de comprender lo que dijo el taxista. Pero lo que quiere decir es que mi esposa debió haberle dado un zape a cierta persona, y entonces comienza la plática.
Nos cuenta que viene de Tijuana, que trabajaba para el gobierno, pero cuando murió su papá pidió permiso para retirarse por dos años y se vino al DF a trabajar de taxista. Tiene seis meses en la capital, aunque él nació aquí, en la Agrícola, pero se crió en ...
Nos platica de cuando vio a un judicial ("estoy seguro que era judicial por su forma de tomar el arma, de disparar") matar a un comandate "por error", de cómo ayudó a que su pasajera no gritara y con ello le descargaran el resto de balas. De cómo escondió la cabeza, pero pudo ver al judicial, al conductor del carro del judicial, de cómo dio vueltas por ahí para observar algunos datos, las placas del coche; de cómo al día siguiente supo que el chofer del carro del judicial había aparecido muerto, y enseguida supo que el judicial no quería testigos...
Repite que trabajaba para el gobierno (aunque uno nunca sabe, pues tantas veces lo maldice) y platica de cuando Colosio, de una vez que fue a la sierra en Nayarit, hace muchos años, y en medio del monte un hombre los invitó a comer (él era parte de un cuerpo policiaco del gobierno) y los trató de maravilla, y el Güero Palma (el anfitrión) les mostró a toda la gente que lo protegían.
Entonces viene la confesión, de cómo los narcos son buenas personas, y pone ejemplos, narra historias, "se matan entre ellos", "seguramente usted vio lo del kínder de Tijuana, los niños están acostumbrados, saben que los narcos sólo matan narcos", y hace una apología del crimen y a uno no le queda más que creerle, compaginar con su forma de pensar.
Hasta que: "los sicarios son unos hijos de la chingada, esos sí merecen que los maten", y maldice, recrimina.
Pero llega un momento en que Rectoría está cerca y estamos por bajarnos, y él adivina nuestra profesión (tal vez durante nuestra plática algo dijimos) y nos habla de Blancornelas, de su periódico, de las veces que le tocó hacer guardia afuera de la casa del periodista.
Y estamos a punto de llegar a nuestro destino, el taxímetro ha rebasado por muchos pesos el costo que pagamos cada ocho días (no nos importa), pero quisiéramos seguir, decirle que nos lleve a Indios Verdes, o a Pachuca, o a Chiapas y seguirlo escuchando, oir a ese hombre que de verdad o mentira cuenta historias vivas, que salen de su boca para materializarse, y a nosotros que nos gustan tanto las historias...
Pero hay que trabajar, bajar del taxi, extender un billete y quedarse con su voz en los tímpanos:
—Nada más nos dejó picados, suelta mi esposa como despedida...
Y el taxista sonríe y se aleja y se pierde, y quizá saque su libro del Complot Mongol, o alguno de Paco Ignacio Taibo II, o de...
O tal vez apunte una placas, tome notas acerca de nuestra conversación y después redacte un informe...

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