martes, 16 de octubre de 2007



Si alguien me preguntara por mi escritor preferido, seguro no diría su nombre. Es más, cuando recomiendo un libro jamás he dicho uno de sus títulos (con excepción de a tres personas: mi esposa, Juanjo y La Güera). Sin embargo, creo que esa omisión se debe a que lo siento muy mío, como ese chocolate que se come a escondidas para que no tener que compartirlo, para disfrutarlo tranquilamente.


Sus libros han sido una guía, he leído toda su poesía y muchas veces, cuando estoy solo en casa, pongo un CD con su voz y lo escucho enumerar calles de la colonia Roma, lo oigo describir la escena de un tren lleno de judíos a punto de ser exterminados en un campo de concentración.


Hoy, cuando vi su foto en el Milenio y supe que la UNAM le rendiría un homenaje, le pedí permiso a mi jefe para faltar ese día. No me iba a importar tener que pasar frío, ni esperar largas horas para tenerlo frente a mí, en un recinto de la Universidad, rodeado de los lagos de Chapultepec (tres cosas significativas para mí). Él accedió, incluso creo que sintió deseos de ir también, pero al descubrir que el evento había sido ayer, en petit comité, casi en secreto, los dos esbozamos nuestros sentimientos:


—Pinches ojetes, no avisaron del evento...


—No salió nada en los periódicos...


Y los dos volteamos a ver la tele, como interrumpiendo la plática para evitar caer en depresión.


Él salió de inmediato, y yo volví al trabajo, odiando al Rector, a Margo Glantz, a Ignacio Solares, a José de la Colina y a todos (aunque pocos) que supieron del homenaje y estuvieron al lado de quien es, según dicen (y lo creo), el hombre más sabio de México, el Maestro José Emilio Pacheco.

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