viernes, 24 de agosto de 2007

Le preguntan al físico nuclear Arturo Menchaca que de no haberse dedicado a su profesión qué hubiera sido. Comerciante, responde sin chistar.
Entonces volteo a mi alrededor: estoy cercado por tres paredes y un gran ventanal; frente a mí tengo una computadora, una televisón, una videocasetera, un escritorio, dos sillas, dos ventiladores, una impresora, un escáner (que nunca han conectado) y cajas con períódicos vespertinos. Si salgo de la oficina, estoy dentro de un monumento declarado Patrimonio de la Humanidad, con jardines, una biblioteca inmensa, esculturas, un centro cultural.
Tal vez por contrastar, pienso en el mercado Primero de Mayo, en el segundo piso que nunca funcionó y terminó albergando bodegas, en la interminable plaga de ratas (la piel se me eriza), en la basura, en los gritos de los marchantes, en los pasillos vacíos...
Y ahí está mi papá, sentado sobre un huacal, leyendo El Sol de Hidalgo, la comuna De política y cosas peores, tal vez para aprenderse algunos chistes. También está Don Chencho en su carnicería, friendo chicharrón, aplanado bisteces, entrando a su refrigerador para sacar otro puerco en canal. Están Chucha y sus plátanos siempre pintos, sus kilos y kilos de naranjas, sus chiles cuaresmeños rojos de viejos. Está el Piri (quien siempre fue la competencia de mi papá), Don Emilio en su cremería, Julio "El Carnes", Los Aguirre con sus chiles secos, mi tía Juana destazando pollo, Leonor y su fruta sobre papel de china, Irma, Nacho, Beto y Toño (peleándose con el difunto Alfredo), el Aguacates, los licuados de Chaviro, el puesto de mi abuela Piedad (vendía refrescos y cervezas), mi tío Héctor (quien ahora vende sartenes, pero antes vendía fruta) y hay muchos, demasiados personajes, quienes alzaban la mano cuando me veían pasar, les causaba admiración ver a un niño de diez años cargar tres cajas de jitomate juntas o dos costales de cebollas...
Y también están el recuerdo de las tardes cuando hacíamos bolsas de kilo de papas cambray, o cuando escribíamos letreros donde ofertábamos supuestas Uvas Domecq, o cuando limpiábamos los jitomates con un trapo engrasado para que fueran más rojos, o cuando limpiábamos chicharos viejos y los vendíamos más caros pues ya estaban limpios, o cuando pelábamos cebollas o partíamos sandías, papayas y las forrábamos con plástico...
También están las tardes en que sin desesperarnos enredábamos con lazo un pedazo de zanahoria y nos entreteníamos metiéndola en las vigas del primer piso, para luego colgar ahí las piñatas; o las mañanas cuando llegaban los fletes con calabazas de castilla y yo se las aventaba a mi papa, montado en la plancha, para que las acomodara.
Y los recuerdos siguen: el olor de la guayaba, el color del betabel, el aroma del cilantro, el sabor de una torta de aguacate con sal, la felicidad de abrir un costal con romeritos y hacer con ellos una montaña sobre un balanzón, las manos sucias después de acomodar los tomates, la nariz a punto de estornudar cuando descargábamos los ajos.
Sí, yo coincido con Menchaca, de no ser esto que soy, seguramente sería comerciante (con el único objetivo de regresar al Primero de Mayo y añorar todos los días de mi vida que pasé ahí junto a papa, jugando a trabajar)...

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